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Toda la vida (CL3) - K. Marce - (R)



El auto se movía a velocidad moderada por un camino entre hiervas verdes, finas y altas. La luz del sol era brillante, reflejándose en el cromado del espejo retrovisor. Unos ojos arrugados miraron la calle que dejaba, mientras memorias le hacían sonreír.

Ya había recorrido esa misma carretera, muchos años atrás, a su lado una mujer sonriente quien sacó la mano por la ventana mientras dejaba ondear su bufanda de tul con flores purpuras. Ella sintió la brisa de un calor veraniego que la hizo cerrar los ojos, mientras disfrutada del viento. Estaban emocionados, se mudaban a su primera casa, de color blanco en medio de la pradera.


El auto seguía siendo el mismo, un Ford Costumline del ´52, color verde turquesa. El mismo auto que llevó a toda velocidad en dirección contraria cuando a ella las contracciones la estaban torturando. Lo insultó todo el camino, diciendo palabras que jamás habían salido antes de su boca rosa. Verla retorcerse del dolor le enturbió la vista, pero pudieron llegar a tiempo al hospital. Una carrera que hicieron tres veces en diez años. Él se alegraba que cada vez lo insultaba menos. Los viajes de regreso al hogar, la primera vez con un varón que durmió todo el camino, la segunda vez, el niño ya de cuatro años lloró todo el camino porque no quería una hermana, sino un perrito. Y la última vez, dos niños venían embelesados con su hermanito menor que era igual de hermoso que la madre.


Volver a casa, ¡cómo amaba volver a casa! Llegar a la hora de la cena y ver a su mujer que siempre corría de la puerta hasta el coche y lo jalaba de la corbata para darle un beso. Los niños abandonaban el televisor y se le colgaban cuando pasaba la puerta. Un día los sorprendió con una cachorrita peluda.

El auto seguía siendo el mismo, cuando llevó a sus tres hijos a sus graduaciones escolares, apretujados los cinco, mientras las chicas se quejaban que sus vestidos se arrugarían. También fue el mismo auto que se llenó de flores cuando su hija fue llevada al altar, con rosas blancas y listones turquesas, color elegido por ella para la especial ocasión. Criaron niños que se hicieron adultos de bien, siempre pendientes de ellos.


El tiempo no pasó en vano, y aquel auto dejó de llevar a cinco, para volver a llevar a solo dos... dos que se tomaban de la mano durante todo el trayecto. Lo que una vez fue un camino de tierra, se volvió de asfalto, y lo que antes era una casa en la pradera, se rodeó de casas con gente adinerada. Ahora, se veían medianas y entradas, postes y rótulos de nuevas construcciones. Pero en casa siempre se sentían seguros y felices.

Les habían pasado muchas cosas, un incendio que destruyó la cochera; un fuego controlado por sus ellos, los niños y sus vecinos. La tristeza al ver a su hijo, siendo aun un niño, alistarse a una guerra que no le veían sentido. Sus meses en zozobra y el ruego de cada noche, hasta que intacto regresó al hogar. También perdieron trabajos, ahorros, amigos, muchos perros; pero siguieron juntos, soportando lo que la vida les daba. Ella siempre lo abrazaba y le susurraba al oído lo que deseaba y necesitaba oír.


El auto seguía siendo el mismo, e igual seguía siendo la misma casa. Se estacionó y caminó hasta la puerta que estaba sin seguro; entró sintiendo el aroma de su perfume. Un arreglo de flores de lavanda sobre un mostrador, al que se acercó;  vio la foto de esa sonriente mujer de cabellos rizados cuando solo tenía veinte años. Un listón negro atravesaba la retratera.

Un perrito peludo, canoso y casi ciego, apenas le movía la cola, mientras perezoso caminaba hacía a él para saludarlo.

El se agachó con esfuerzo para tocar con su mano venosa la cabeza del animal.

—Hola, Coquito. Sí, yo también la extraño; pero recuerda lo que mamá decía: «Todo estará bien... mañana será mejor.» Un día a la vez... Coquito, uno a la vez.

Algunas veces, lo sentía en el alma, como una melodía. Tonos suaves del teclado de un piano, el susurro de un violín, el chispeante eco que resonaba y tres acordes que le hacían palpitar el corazón.

Tomó la foto para darle un beso, llevándola consigo se sentó con ella a su pecho en el sillón, a ver por la ventana. Sonrió, no todos pueden ser tan afortunados como lo había sido él.

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