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AVENTURAS DE UN GRUMETE (CL1) - Isabel Caballero- (R)




Desayuna galletas de pan seco; las devora sin mirarlas para no ver los gorgojos. Con la primera luz comienza la faena del grumete: engrasa con sebo los dieciséis cañones antes de trepar por los obenques del palo mayor. Entre el de mesana y las líneas oblicuas de cabos, otea las Islas Salvajes que dejan a la izquierda, separada la escuadra de sus abruptas costas.

A media tarde se acerca a la lumbre donde arden, al descubierto, calderos de pescado. La carne salada escasea. Las legumbres, a pesar de estar guarecidas en la parte más seca de la nave, enmohecen y se pudren. Tiene hambre. Su joven cuerpo reclama algo de más substancia que el frugal desayuno. El cocinero le llena el plato, le regala ¡oh milagro!, una naranja y unos tragos de ron. Cómo moneda de cambio exige caricias del joven. Bebe más, y casi borracho, se deja hacer. Tiene la esperanza de que mañana será mejor día, darán de comer un buen rancho, y más ron, antes de invadir la isla canaria.

Mientras practica el nudo de lazo corredizo y el de as de guía doble, el de mariposa se le resiste, entretiene su clara mirada en la sirena del mascarón. Le parece tan hermosa que todo huye: los continuos abusos del cocinero; la disputa por el cambio de guardia del timonel, la hediondez del galeón. Coloca las manos en forma de cuencos e imagina que los pechos de madera encajan en ellas. Sueña o ensueña que la diosa cede de su altar de proa y se acerca a él.

El muchacho enrolla una fina cuerda sobre el cuerpo de una peonza, y tira, y lanza. Se difuminan los colores en el rápido giro del tropo que baila sobre la cubierta. Solo tiene once años, puede que doce.



El seis de octubre del año del Señor de mil quinientos noventa y cinco, amanece con bruma en Gran Canaria. Veintiocho naos navegan envueltas en trazos de niebla, parecen fantasmas de pálidas telas.

Los cañones del fortín de la isleta dan aviso.

Cada esquina o vuelta, cada loma, cercado, risco, finca o cueva, cabaña o hacienda, cada puerta, escupe hombres raudos hacia la costa.

Se forman de inmediato seis compañías. Una sección destinada al torreón de San Pedro Mártir. Desde el ala sur de las murallas que cercan la ciudad, se vigila el despliegue naval.

Ya está dispuesto el equipo de fuego y maniobra del Castillo de La Luz: los nueve potentes cañones de la fortaleza y otros de menor calibre, como pedreros y culebrinas desmontados de buques inservibles.

En las fraguas calientan la munición al rojo vivo, pretenden incendiar las naves invasoras.

Drake despliega su escuadra formando un amplio abanico en la bahía.

El humo denso de las brasas ondula el aire. Ora tiembla el foso, ora el puente levadizo baila.


Derrotada la escuadra, los ingleses huyen. Varias naves recalan en la costa sur con el fin de reparar y hacer aguada.

Unos pastores de cabras dieron la voz de alerta.

Por orden del Capitán General, una compañía acudió a defender la zona. Llevaron con ellos un escribano que dio fe por escrito de lo que aconteció, y fue, que los pastores canarios, armados de palos, piedras y determinación, dieron muerte a varios piratas antes de llegar los soldados. El escribano escribió de sí mismo que mató a siete. Sobre el resto del grupo que no pudieron escapar e iban armados, actuaron los arcabuceros tomándose su tiempo para fijar en el serpentín la mecha ya encendida, trenzada y empapada de salitre, soplando y avivándola. Un joven pirata, casi consigue alcanzar a un soldado, quien puso el pie en el estribo de la ballesta forzando la cuerda hasta lograr engancharla en la nuez y disparar, hiriendo de gravedad al muchacho.

Sobre la arena yacen esparcidos cadáveres y moribundos, cuando por fin asoma el escribano, el mismo que escribió que mató a siete, parapetado hasta entonces entre dunas y matorrales. Al joven que intenta levantarse, pese a sus heridas, le clava su espada en el vientre.

El grumete cae de manera lenta. Sus ojos azules tan abiertos que todo el cielo cabe en ellos. Todo el cielo. Aprieta la mano y murmura algo apagado. Solo tenía once años, puede que doce.

El escribano fuerza su puño creyendo que guarda en él algo de valor… solo es una peonza de madera con la punta de metal clavada en su palma. Arroja el trompo al arenal y se queda con el puñal del muerto


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