Desayuna galletas de pan seco; las devora sin mirarlas para no ver los gorgojos. Con la primera luz comienza la faena del grumete: engrasa con sebo los dieciséis cañones antes de trepar por los obenques del palo mayor. Entre el de mesana y las líneas oblicuas de cabos, otea las Islas Salvajes que dejan a la izquierda, separada la escuadra de sus abruptas costas.
A media tarde se acerca a la lumbre donde arden, al descubierto, calderos de pescado. La carne salada escasea. Las legumbres, a pesar de estar guarecidas en la parte más seca de la nave, enmohecen y se pudren. Tiene hambre. Su joven cuerpo reclama algo de más substancia que el frugal desayuno. El cocinero le llena el plato, le regala ¡oh milagro!, una naranja y unos tragos de ron. Cómo moneda de cambio exige caricias del joven. Bebe más, y casi borracho, se deja hacer. Tiene la esperanza de que mañana será mejor día, darán de comer un buen rancho, y más ron, antes de invadir la isla canaria.
Mientras practica el nudo de lazo corredizo y el de as de guía doble, el de mariposa se le resiste, entretiene su clara mirada en la sirena del mascarón. Le parece tan hermosa que todo huye: los continuos abusos del cocinero; la disputa por el cambio de guardia del timonel, la hediondez del galeón. Coloca las manos en forma de cuencos e imagina que los pechos de madera encajan en ellas. Sueña o ensueña que la diosa cede de su altar de proa y se acerca a él.
El muchacho enrolla una fina cuerda sobre el cuerpo de una peonza, y tira, y lanza. Se difuminan los colores en el rápido giro del tropo que baila sobre la cubierta. Solo tiene once años, puede que doce.
El seis de octubre del año del Señor de mil quinientos noventa y cinco, amanece con bruma en Gran Canaria. Veintiocho naos navegan envueltas en trazos de niebla, parecen fantasmas de pálidas telas.
Los cañones del fortín de la isleta dan aviso.
Cada esquina o vuelta, cada loma, cercado, risco, finca o cueva, cabaña o hacienda, cada puerta, escupe hombres raudos hacia la costa.
Se forman de inmediato seis compañías. Una sección destinada al torreón de San Pedro Mártir. Desde el ala sur de las murallas que cercan la ciudad, se vigila el despliegue naval.
Ya está dispuesto el equipo de fuego y maniobra del Castillo de La Luz: los nueve potentes cañones de la fortaleza y otros de menor calibre, como pedreros y culebrinas desmontados de buques inservibles.
En las fraguas calientan la munición al rojo vivo, pretenden incendiar las naves invasoras.
Drake despliega su escuadra formando un amplio abanico en la bahía.
El humo denso de las brasas ondula el aire. Ora tiembla el foso, ora el puente levadizo baila.
Derrotada la escuadra, los ingleses huyen. Varias naves recalan en la costa sur con el fin de reparar y hacer aguada.
Unos pastores de cabras dieron la voz de alerta.
Por orden del Capitán General, una compañía acudió a defender la zona. Llevaron con ellos un escribano que dio fe por escrito de lo que aconteció, y fue, que los pastores canarios, armados de palos, piedras y determinación, dieron muerte a varios piratas antes de llegar los soldados. El escribano escribió de sí mismo que mató a siete. Sobre el resto del grupo que no pudieron escapar e iban armados, actuaron los arcabuceros tomándose su tiempo para fijar en el serpentín la mecha ya encendida, trenzada y empapada de salitre, soplando y avivándola. Un joven pirata, casi consigue alcanzar a un soldado, quien puso el pie en el estribo de la ballesta forzando la cuerda hasta lograr engancharla en la nuez y disparar, hiriendo de gravedad al muchacho.
Sobre la arena yacen esparcidos cadáveres y moribundos, cuando por fin asoma el escribano, el mismo que escribió que mató a siete, parapetado hasta entonces entre dunas y matorrales. Al joven que intenta levantarse, pese a sus heridas, le clava su espada en el vientre.
El grumete cae de manera lenta. Sus ojos azules tan abiertos que todo el cielo cabe en ellos. Todo el cielo. Aprieta la mano y murmura algo apagado. Solo tenía once años, puede que doce.
El escribano fuerza su puño creyendo que guarda en él algo de valor… solo es una peonza de madera con la punta de metal clavada en su palma. Arroja el trompo al arenal y se queda con el puñal del muerto
No te preocupes ANDRADE. Finalmente pudiste hacer el comentario. Gracias compañero, hasta el próximo reto, espero que puedas participar.
Hola Isabel
Observando los nuevos comentarios veo que el que envié no está publicado. Mis disculpas, algún error debo de haber cometido al ingresarlo. De todos modos te diré que me encantan tus historias, son más que cuentos, son ficción histórica. Me paseas por una historia que no conozco y me haces vivirla. Felicitaciones.
saludos
MT Andrade
Muchísimas gracias OSVALDO, por tu comentario y valoración. Ocurre que me gusta la historia en general, y la historia canaria en particular. Pienso que para comprender nuestro presente debemos saber de nuestro pasado.
Ya leí tu vivencial familiar de EL ADMINISTRADOR, y acabo de hacerte un comentario.
Espero que por vuestra tierra estéis bien, por aquí en fase 2 y empezando a superar el Covid, aunque hay que tener muuucho cuidado todavía.
Un cordial saludo Osvaldo.
Hola Isabel.
Debo decir que tu texto me encantó. De, rompe y dale, dos cosas resaltan de tu escrito: un conocimiento del contenido de un bergante y del amor con el que planteas la historia de Las Canarias. Conocí, en un crucero por las Antillas y el caribe varias islas tenían la misma estructura de defensa que mencionas; sobre los riscos y mirando al mar.
Me gustó tanto como describes las verdaderas condiciones del mundo en un galeón del siglo XIV, que creo que si los guionistas de Hollywood hubiesen leído tu escrito, los escenarios de las películas de piratas hubiesen sido diferentes.
Simplemente quiero agradecer una información histórica detallada y de primera mano de tu terruño. Gracias. me hiciste…
Gracias de nuevo Vespasiano, sobre todo por tener tanta consideración con el relato (y conmigo), si quien escribe encuentra eco tiene que sentirse satisfecho (lo estoy sobradamente), y que sepas que no eres godo, sino peninsular, los godos son quienes no respetan nuestras costumbres y vienen a estas islas sentando cátedra.
No recuerdo a quien le contesté, que para los aborígenes canarios tan enemigo era el castellano como el inglés, todo el que invadiera su isla en nombre de Dios y el rey o la reina de turno. Me pongo en el lugar de ellos, y lo entiendo.
Sobre los textos trágicos, soy bastante moderada. Como te conté anteriormente, si ya tiene bastante carga trágica. Modos de ver y sentir…