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ACTO FALLIDO -Lucho- (R)

ACTO FALLIDO Se escuchó una algarabía; por un alto-parlante se anunciaba la llegada del circo: payasos, malabaristas, acróbatas, domador de leones, tigres y elefantes, suicidas en moto y otras atracciones más. Los chiquillos correteando detrás de los carromatos, acompañaban con gritos a los personajes, querían estar cerca de ellos y no perderse parte de la función; la del desfile era gratuita. Muchos posaron con los artistas para la foto, se les veía orgullosos, sacaban pecho, estiraban la nuca, el mentón levantado y la mirada hacia lontananza. Un hombre musculoso echaba fuego por la boca; la bulliciosa chiquillería se quedaba lela. Una mujer salía lanzada por los aires de los brazos de un gigante, ella hacía varias cabriolas y caía en los hombros del grandote. Al pasar por la escuela se veían cabecitas asomadas por los ventanales del edificio. Batían palmas y la voz del profesor era ahogada por los chillidos de los infantes. El pueblo rompió la rutina, expectante, en tanto armaban la carpa. Los rugidos de las fieras y el barritar de los elefantes atraían la atención de los pobladores. Se comenzó a escuchar cómo se rompían las alcancías, el tintineo de las monedas y el llanto de los que no les alcanzaba para comprar la boleta. Fueron pegados carteles en las paredes de los barrios, con anuncio de los diversos actos y la posibilidad de visitar el acuario y observar pirañas, un delfín rosado, barracudas, un caimán y en arena traída del desierto del Sahara, los escorpiones, con su mortal aguijón. Si usted ha perdido la memoria, puede visitar al mentalista Begut quien le ayudara a recuperarla. Con mis dos amigos quería asistir a la función, pero el dinero que teníamos no alcanzaba para las entradas. Hicimos una reunión en la cueva donde solíamos jugar a Alibaba y los cuarenta ladrones, para fraguar un plan. José sacó unas tijeras y propuso abrir un hueco en la carpa para colarnos. Decidimos espiar para definir el lugar más adecuado y poder ingresar sin ser descubiertos. Descartamos el sitio donde los actores se disfrazaban, había mucha circulación de personal. La zona donde permanecían los animales era de fácil acceso, pero llegados allí, era necesario franquear la carpa. Alguno propuso que nos disfrazáramos de payasos. Hubo carcajadas por el chiste. Después de muchas vueltas concluimos que por los camerinos, el lugar de circulación de las fieras y los sitios controlados por el personal de la compañía el acceso era difícil. Fercho, el más pequeño de los tres, propuso ingresar por el lado de las graderías, para mimetizarnos entre el público. Parecía un buen plan. Hubo alegría entre nosotros, acordamos hacerlo en la primera presentación, aprovechando la afluencia de gente. Lo que no cuadraba fue lo de las tijeras, no era suficiente para romper la lona, optamos por un cuchillo bien afilado. Fercho se encargaría de traerlo. El día señalado, muy temprano, dimos vueltas por los alrededores y ya, a esa hora, se observaba alguna fila para ingresar a la función de las seis y treinta de la tarde. Seguimos de largo al pasar frente al alojamiento de los artistas, tampoco paramos donde estaban los animales; se escuchaba el rugir de los leones y el gruñido de los chimpancés. Dirigimos los pasos hacia donde estaban ubicadas las graderías, para cuyo acceso había que saltar una valla metálica. Esperamos el momento oportuno. La aglomeración en la entrada principal iba creciendo. A una persona que trató de hacerse más adelante le sobraron los chiflidos, lo que distrajo a los controladores. De inmediato saltamos la valla y corrimos a escondernos, acurrucados, a un costado de la carpa. Cuando fuimos a cortarla, Fercho buscó el cuchillo pero no lo halló. La rabia congestionó nuestros rostros por haber fallado. Buscamos algún boquete, pero las ataduras eran fuertes y se hacía difícil colarse. Sin advertirlo un controlador se nos vino encima y tuvimos que correr a lo que diera, Federico, con su rechoncho cuerpo, no tuvo tiempo de evadirse y lo atraparon con gran aspaviento. Comenzamos a lanzarle improperios al guardia, pero se sonreía. En el suelo alcancé a ver el cuchillo, lo recogí y lo amenacé, se carcajeó al ver el circo que se formaba por fuera de la carpa. Soltó al muchacho y levantó el puño cerrado, amenazante: Si los vuelvo a ver por aquí husmeando, ya no se me escaparan y la van a pasar muy mal. Guardé el cuchillo y corrimos hacia nuestras casas con la frustración y las lágrimas aflorando en nuestros ojos

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