Filiberto y sus amigos acostumbraban hacer bullosas fiestas en la vieja casona que le quedó de herencia después del accidente de sus padres. Solo tres meses de luto guardó el muchacho, así de ganas tenía de darse el ancho en esa casa donde siempre había anhelado armar jolgorio. Sus serios progenitores siempre lo habían reprimido, pero ahora sí se mandaba solo.
Tras la primera rumba, su vecina Gilma lo miró feo cuando se cruzaron y él reprimió una risa. Gilma era una solterona muy vieja que fue asidua parroquiana de los costureros y demás sesiones de chismorreo de su mamá. La misma que le reclamó con recelo el que no hubiera organizado el rezo de la novena de difuntos después del entierro.
En el segundo baile, cuando estaban en lo más movido, se les pasó un gato negro por entre las piernas. Las damas mostraron susto, algunas se refirieron a no se qué agüeros, pero los caballeros las calmaron diciendo que por cualquier ventana abierta se podía meter un gato callejero. Se calmaron fácil y continuaron gozando hasta avanzadas horas de la madrugada. Al día siguiente, la Gilma se topó, como por casualidad, con Filiberto y le comentó que había pánico en el vecindario porque había vuelto a aparecerse un malvado gato que vivió antiguamente en el castillo Fuenterrabía, una derruida edificación que afeaba el barrio.
El muchacho les comunicó a sus amigos el cuento del gato perverso y tuvieron para tema en su red social por mucho rato; chistes y memes volaron. Al volver a encontrar a su vecina, Fili le dijo que ya tenía, junto con sus amigos, el conjuro listo para desterrar el animal de sus dominios. La mujer siguió su camino santiguándose; el chico corrió a concertar con su grupo el siguiente parrandón.
Se encontraron, pues, el sábado por la noche en casa de Filiberto, como era costumbre, todos con algún detalle alusivo a felinos, con el propósito de sacar disfrute del tema del gato negro. Llevaban un buen rato bailando, ya iban a ser las doce, cuando se apagaron todas las luces y apareció de nuevo el minino, despidiendo destellos por las fauces y por los ojos. Después del revuelo, con las chicas dando alaridos y los hombres tragándose su miedo, regresó la energía y todos se miraron en silencio.
–Es otra broma. –Rompió el mutismo Filiberto– Es el mismo truco de una obra que leí: Un perro, negro también, era embadurnado con material fosforescente y lo soltaban por la noche en aquellos parajes solitarios y oscuros donde se desarrolla la novela.
–No me convences; –dijo Clara, temblorosa– esta casa tiene un hechizo.
–Sí. Algo raro hay aquí –dijo otro.
–Y con este susto, no hay más que hacer. –Dijo Aurora, la del hablar decidido y la ebúrnea piel– ¡Vámonos!
Era la voz que faltaba para salir todos en estampida. No bien se hubo asentado el polvero que levantaron, Filiberto, flemático, se sentó a releer “El Perro de los Baskerville” de Sir Arthur Conan Doyle, mientras esperaba que volviera el “aterrador” gato trucado.
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