Los golpes en la puerta me sacaron del delirio devolviéndome a una la realidad que últimamente viraba sobre el límite de mi cordura. El día anterior, mientas jugaba mano a mano con la muerte y un coma etílico que creía dominado, había pillado tal cogorza que me había quedado dormido en el sofá. Me incorporé sobresaltado. Además, tenía cada junta del cuerpo fuera de lugar. Hubiera necesitado algo más de tiempo para recomponerme pero la insistencia de esos manotazos contra la puerta dieron la urgencia necesaria para acudir en su ayuda. Sorteando objetos, manchas pegajosas y retazos de dignidad que aún quedaban esparcidos por el suelo, me abrí camino. A cada paso unos pinchazos azotaban mi cabeza y a cada pinchazo una nausea golpeaba mis entrañas. Cuando abrí, dos hombres uniformados entraron en mi casa, sin siquiera tener la cortesía de mi permiso, y preguntaron si conocía a la vecina del quinto. Dije que no; esa fue la primera mentira. Después preguntaron cuándo fue la última vez que la había visto. En mi segunda mentira, porque la había visto la noche anterior, antes de enfrentarme a ciegas contra mi última oponente de vidrio y alcohol, comenté que no sabría qué decir. La tercera mentira fue cuando me preguntaron si pensaba que ellos eran imbéciles, porque dije que no aunque pensé lo contrario. Acto seguido, me maniataron y, en comisaría, me encerraron un día entero. Esperaban que así la resaca y esa agradable estancia reblandeciera mis convicciones. A la mañana siguiente me metieron en un cuartucho vacío con una mesa y espejos en las paredes laterales. Durante unas horas, o el día entero, no tenía forma de saberlo, cansado, hambriento y con la lengua convertida en una suela de zapato de esparto, permanecí entre sentado, paseando y tirado por el suelo. Justo cuando empecé a elaborar el plan de abrirme a cabezazos contra los espejos entró un hombre elegante y con cara amistosa. Me ofreció un vaso de agua que lo deglutí como un animal desbocado. Luego se sentó e instó a que lo hiciera. Llevaba una carpeta de cartón. Adentro aguardaba la fotografía de una chica risueña. Preguntó si la conocía. Yo quería acabar con todo, así que le conté la verdad. Sí, la conocía, era una mujer con la que había estado saliendo, la compañera perfecta y razón de mi existencia; la misma que me abandonó como un perro viejo y enfermo y a la cual no pude olvidar porque vivía en mi edificio. La última vez que la vi fue al umbral de su piso, yo iba algo borracho pero lo recuerdo. Estaba discutiendo con su nuevo novio. Fue la noche antes de que aparecieran en mi puerta dos agentes y me llevaran sin hacer más de cuatro preguntas y ninguna aclaración. Él rumió algo y me pidió que describiera a ese hombre, pero no podía, dije, iba poco bebido aún, pero lo suficiente como para definir sus rasgos. De pronto, miró al espejo y entró otro hombre que le dio un papel. Con voz monótona, leyó el informe que detallaba el asesinato de mi vecina acaecido la noche que yo la había visto. Empecé a sollozar. En el fondo lo intuía, pero no quería creerlo. Él continuó leyendo. Varios vecinos contaron que me vieron rondar por el descansillo del quinto piso varias veces esa noche. Me preguntó que qué decía a eso. Yo no recuerdo nada de esa noche, cuando voy tan ciego me transformo en otra persona. Sin embargo, le dije que desde que ella me dejó y me embarqué en mi periplo alcohólico, no dejé de arrastrarme a su piso en busca de su redención. No le convencí. Hoy, después de mantenerme varias semanas bajo arresto, ante la falta de pruebas, me sueltan, aunque sé que es una estratagema para observarme. Aun así, decido hacer vida normal. Me voy a casa y es aquí, como un jarro de ácido bien denso, recuerdo lo de ella. Ahora sí la he perdido para siempre. Sin embargo, como un flash que ilumina la poca masa encefálica que me queda activa, en vez de abatimiento, me vienen ganas de venganza junto con el recuerdo de mi enésima mentira: sí conozco al supuesto «novio» que la asesinó. Voy al mueble bar, agarro una botella de bourbon, luego me dirijo a la cocina, cojo el cuchillo jamonero, entro al baño, me pongo frente al espejo, aprieto el facón contra mi cuello, me trasiego media botella... y espero a que aparezca...
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Hola Pepe, has conseguido un relato rápido, certero y creible. La doble personalidad en la que vive el protagonista es abrumadora. Como José, pienso que es un cobarde, en una mata a su novia y en la otra se suicida. No tiene perdón.
Nos seguimos leyendo.
Vibe.
Muchas gracias, José María.
Nos leemos y cuídate!
Hola pepe,muy buen relato,sorprende el final de la historia ,creo que seguirá mirándose al espejo y lo encontraran borracho,en verdad es un cobarde.Un saludo mi relato es el 36
Hola, Vespasiano, y a mí también me resulta muy complicado este tipo de relatos, aunque sean más largos de 750 palabras. Me alegro que te gustara.
Por cierto, quería pasar y comentartelo, pero te lo digo por aquí. Es referente al comentario que te dejé, lo del uso reiterado del verbo haber. Me expliqué mal, no quise decir que en tu relato hubieras abusado del verbo haber como auxiliar, lo que intenté decirte es que los textos que usan esa forma verbal pueden abusar de ella, qué no es el caso de tu relato.
Muchas gracias por pasar. Cuídate y un abrazo.
Nos leemos!
Hola Isan, muchas gracias por pasar y por tu generoso comentario. El no, en parte sí va de eso, de no querer admitir el fin de la relación y su consiguiente asesinato. La verdad es que, siendo algo macabro ahora que lo pienso, me divertí escribiéndolo, por eso algunas partes cómicas.
Muchas gracias, cuídate y nos leemos!
Un abrazo.