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Despiertos a media noche - Menta- (R)


*

—Ja, ja, ja. Me muero de risa. Han pasado muchos años, pero siempre que lo recordamos, nos partimos. Fue una situación tan cómica… —dijo Paula mirando a los ojos a su marido, como buscando otra vez la complicidad con la que vivieron aquel recuerdo.


—Pero, dejad de reír y contarme qué pasó —Raquel miraba a su amiga y sentía envidia y deseos de incluirse en aquella tormenta de hilaridad en la que Juan y Paula estaban inmersos. Nunca les había visto tan alegres y tan cómplices, la anécdota debía merecer la pena. Él siempre era muy serio porque era muy introvertido.


—Es que un día nos sorprendió Lourdes… en nuestro dormitorio —empezó a contar Juan—.


Pero Paula le interrumpió.


—Para, para, para, lo cuento yo. Tienes que poner en antecedentes a Raquel para que se meta en el contexto, en el ambiente. Juan, siempre empiezas por el final y después cuentas el principio y así no tiene gracia, porque suprimes el factor suspense y eliminas el factor sorpresa. Tú informas, pero no narras. ¿Te das cuenta que son dos cosas distintas? No te enfades, anda déjame que se lo cuente yo —con voz melosa, continuó—. ¿Te enfadas si lo cuento yo?


Juan dijo que no con la cabeza. Paula le mandó un beso por el aire. Después, dirigiéndose a Raquel empezó a decir:


—¡Fíjate!, un verano, cuando los niños eran pequeños, alquilamos un apartamento en la playa. La primera noche descubrimos que el cabezal de nuestra la cama, que medía cerca de dos metros, estaba colgado en la pared mediante dos débiles escarpias. Cualquier movimiento del somier repercutía directamente en el cabezal que golpeaba la pared a la vez que vibraban todas las maderas que lo componían. Al segundo golpe llamaron a la puerta de la calle y aunque Juan tardó un poco en vestirse, cuando abrió, se encontró con un hombre que decía ser nuestro vecino del piso de abajo.


—Subo para pedirles que no hagan tanto ruido, por favor. En mi casa los golpes del cabezal, los oímos amplificados. No me diga porqué, pero es así. Como ustedes son nuevos no saben el truco, es muy sencillo. Deben bajar el colchón al suelo. Y todos contentos. Buenas noches.


Nos pareció que aquel hombre era el típico cotilla que se pasa la vida viendo lo que hacen o dejan de hacer los vecinos. No le hicimos caso, pero eso sí, procuramos ser delicados. A los pocos minutos se despertó la niña asustada y tuvimos que consolarla y dormirla. Cuando volvimos a la cama estábamos agotados. Nos dimos un beso de buenas noches y nos quedamos dormidos al instante.


Al poco tiempo de haber llegado, Lourdes, la hermana de Juan nos llamó llorando y nos preguntó que si se podía venir con nosotros ese fin de semana porque se había enfadado con sus padres y estaba pasando unos días funestos. Necesitaba una cura de distanciamiento. Naturalmente le dijimos que sí.


Llegó Lourdes y pasamos un primer día muy fecundo: baños, sol, aperitivo, comida, siesta, parque, cena, paseo y helado. Ella parecía haber olvidado todas sus penas y a nosotros eso nos alegraba mucho.


Por la noche, hicimos caso al vecino y desarmamos la cama. Juan, quitó la colcha, las almohadas, las sábanas, y todo lo dejó esparcido por la habitación. Como el colchón era muy grande, más de la mitad la tuvimos que meter debajo del somier. Cuando nos acostamos, vimos que las piernas las teníamos que introducir en el poco espacio que había entre el somier y el colchón. Casi no podíamos movernos. Estábamos intentando reformar de nuevo el cuarto para acondicionar nuestro nido de amor, cuando de repente, se abrió la puerta que habíamos olvidado cerrar y entraron Lourdes y la niña, ambas miraron el cuarto con los ojos abiertos como platos.


—¿Qué hacéis? —nos preguntó nuestra hija mientras se secaba las lágrimas de la cara.


—¿Qué os ha pasado? —preguntó su tía.


Juan y yo nos miramos sorprendidos, después alrededor de la habitación; parecía que un fiero animal había dormido en ella. Me entró la risa floja, pero ya conoces a Juan, él dijo muy serio:


—A mamá se le ha perdido una lentilla. No la encontramos. ¿Queréis ayudarnos a buscarla?


—Sí. No. Bueno... Mejor le doy un poco de agua a esta llorona y nos vamos otra vez a la cama.


Al día siguiente, Lourdes comentó:


—Yo no sabía que usabas lentillas.


—Ni yo tampoco.

*




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