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Dietas o deportes... ¡Jamás! - Amadeo- (R)


*

Llegó agitado, sudoroso y luego de larga espera, la secretaria lo invitó a pasar al consultorio.

—El doctor lo atenderá —dijo indicándole el camino, con un gesto de su mano.

—Por fin —murmuró, con desdeño, entre exhalaciones.

Ya de espaldas el paciente, una enfermera que acompañaba a un joven gordo con la mirada perdida, sonrió pues conocía muy bien a quien había entrado y… al doctor. Minutos después, ambas mujeres se acercaron, en puntas de pie, a la puerta recién cerrada y pudieron escuchar:


—Siéntese por favor —pidió el doctor

—Gracias. ¡Una vez más!... usted está equivocado en una cosa… y acertado en otra. La verdad es que estoy apenas pasado de peso, bueno… digamos bastante excedido. Sí, soy gordo, aunque podría pesar unos kilos más, eso es cierto, pero que yo practique deportes, haga gimnasia, que camine varios kilómetros por semana, que transpire como un buey, que me alimente sin grasas ni dulces y sin vino, le aseguro que todo eso no me ayudará a convertirme en un hombre delgado, tampoco ni siquiera a bajar unos gramos y menos, con total seguridad, a prolongar mí vida.

—¿Qué base científica tiene para aseverar tales mentiras? Mire que he estudiado años, asistí a congresos de vida sana, estoy especializado en recetar excelentes dietas, he dictado clases en diferentes universidades y tengo pruebas fehacientes de todas mis opiniones profesionales… y de las otras también.

—¡Ah…¡ ¡Tiene otras! Cuente, cuénteme…

—No es el momento. No hablo de política con mis pacientes y menos con los gordos rebeldes y descorteces… Lo escucho… ¿Por qué dice que estoy equivocado?

—Le doy un ejemplo sobre la mentira de los beneficios de caminar. ¿Cuántos kilómetros hace o mejor dicho, hacía —hoy hay mensajitos, mails y WhatsApp— un cartero, cuando iba casa por casa a repartir las cartas?... Se la contesto yo: decenas de kilómetros…

—¿Y qué me demuestra con seso? —interrumpe el doctor.

—Espere, no sea impaciente… Con tantos kilómetros recorridos en su vida, los carteros deberían ser delgados e inmortales y cómo usted lo sabe, hubo regordetes y son mortales igual que todos nosotros, gordos o flacos.

—No es suficiente argumento. No le alcanza para rebatir mis opiniones.

—Tengo más teorías comprobables. Por ejemplo: los conejos en libertad, en el campo corren, escapan veloces ante los peligros y saltan en juegos entre ellos y comen zanahorias y otros vegetales, pero nada de carne con grasa y no por eso dejan de ser tan fecundos. ¿Es cierto?

—Sí… ¿Y?

—¡Fácil! Le pregunto: ¿Cuántos años vive, en promedio, un conejo libre?

—Ni idea.

—Viven entre cinco y siete años.

—Pero nosotros no somos conejos, no son datos equiparables.

—Dejemos de lado las longevidades. Pasemos a la dieta. ¿Sabe usted —creo que sí— que las ballenas nadan durante horas —de día y de noche—, en los océanos fríos?, ¿sabe que solo comen pescados sin grasa por permanecer en aguas saladas?, ¿sabe que solo beben esa agua, porque no tienen posibilidades de probar vinos o cervezas?, ¿sabe que no hay ballenas flacas, que todas son gordas-gordas, enormes y ¡sin cintura!?, ¿lo sabe?... Bueno, no me diga que no tengo razón… ¡Las dietas son inútiles!

—Es verdad lo dicho sobre las ballenas, pero no respecto a los hombres y mujeres —respondió inquieto y sorprendido por los desvaríos del paciente, al que ya le conocía otros, pero simples, y no de esta envergadura, para eludir el inicio de su tratamiento.

—Una prueba más. Usted que es bastante funesto, sabe perfectamente que las tortugas de tierra jamás corren, caminan poco y muy despacio sin transpirar como usted me pide, que siempre llegan tarde, que jamás se meten al agua y nadan, como usted me sugiere y… ¿Sabe cuánto viven?... Yo se lo cuento: ¡viven más de trescientos años! ¿Qué me dice ahora, doctor? Lo escucho…

—Le pido que vuelva a su casa, tome un muy buen sedante y dejará de ser fiero, de molestar a otros. Vaya. No discutamos. No opine más. Siga gordo, si quiere y decida su peso, su vida… ¡Chau!

—Usted será dietólogo universal, pero mi conclusión es única, muy simple y definitiva: «dietas o deportes… ¡Jamás!» y… «¡Por favor pensemos que somos animales!» —respondió enojado con la ofensa a cuestas.


Las dos empleadas, con sonrisas burlonas, corrieron a sus puestos.

*




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