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¿DONDE ESTARÁ MIGUEL ANGEL? - MI RECREO (R)



En la cafetería no hay clientes. El camarero se mueve de un lado al otro de la barra sin hacer nada productivo, al igual que la máquina tragaperras mueve los rodillos y emite unos sonidos sin tampoco utilidad aparente. Miro por el ventanal. El cielo gris amenaza lluvia, pero los pocos transeúntes que cruzan de un lado al otro la ciudad no llevan paraguas de manera preventiva. Imagino al resto de gente en sus casas, que es donde debería estar yo en este momento. Mientras espero su llegada, me surgen cientos de ideas. Ideas absurdas la mayoría. Algunas de ellas las anoto y otras se esfuman, como el humo de la taza de café. Lo remuevo y apoyo la cuchara en el plato. Doy un pequeño sorbo. Trato de no pensar en él, pero es inevitable. Veo esos dientes prominentes, exageradamente prominentes, cuyas diminutas encías los hacen aún más abultados. Anoto en una servilleta uno de tantos pensamientos: "a las personas mayores por regla general les huele mal el aliento". Juego con el asa de la taza de café, la acaricio como si frotara la lámpara de Aladino. El tintineo de una campana sobre la puerta provoca un pálpito: "ha llegado". Pero no, solo es alguien que acaba de sacar por 4,75 euros un Luckie Strike. Vuelve a sonar la campana, pero ya no miro, intuyo que se ha marchado. La tarde se oscurece, la negrura le gana la batalla a las nubes, sopla el viento, se avecina tormenta. Miro el reloj y me pongo nervioso. Debe de estar al caer. Vuelvo a jugar con el asa de la taza y reparo en una de mis cicatrices de la mano, recuerdo perfectamente cómo y cuando me la hice. Repaso mentalmente todas y cada una de las que acumula mi cuerpo. Anoto en la misma servilleta: "Si repitiera el pasado condenaría mi futuro". Recuerdo el parque, las profundas conversaciones que manteníamos los dos para nuestra temprana edad y esa herida que por hacer el cabra, se infectó dejando esa cicatriz. Aún recuerdo su teléfono, después de casi treinta años aún recuerdo su teléfono. Me prometo llamar algún día. Supongo que lo cogería su madre. Suponiendo que aún viva. Imagino cientos de inicios de conversaciones con su madre en realidades futuras y ficticias. "¿Y si ha muerto?", me sorprendo haciéndome esa pregunta. Anoto: "Comprobar que Miguel Angel Santa María Moza no ha muerto". Se me hace un nudo en la garganta que ahoga hasta mi pensamiento. Bebo un par de sorbos del café templado. De nuevo suenan las campanas de la puerta de entrada. Levanto la mirada, pero no veo a nadie. Me asusto, la idea me aterra. Si la campana suena es porque la puerta se ha abierto. Si la puerta se ha abierto es porque alguien ha entrado o salido. El camarero parece no inmutarse y se ha rendido a la pasividad en una esquina de la barra del bar. Así que o alguien ha entrado o estoy alucinando. Me levanto, estoy nervioso por el café y por saber quien coño ha entrado, trato de alcanzar la esquina donde no tengo visibilidad. Allí encuentro a un chaval con una sudadera con capucha de color amarillo. Visiblemente mojado ha entrado únicamente a resguardarse de la lluvia que hasta entonces había pasado desapercibida. Se descubre la cara: Soy yo. Le pido un vaso de agua al camarero. Introduzco la pastilla que previamente he sacado del bolsillo de mi vaquero. Y me acerco al chico. "Por educación, aunque no tengas dinero, debes pedir un vaso de agua al menos", le digo. Me conozco, sé que voy a aceptarlo. Así es. Bebe. Bebo. Me acerco a mi mesa. Tomo mi teléfono móvil y comienzo a marcar los números 91610.... El chico comienza a sufrir los primeros espasmos, el camarero corre a su auxilio. De la servilleta comienza a desaparecer todo lo que había escrito y al otro lado del teléfono no aparece Miguel Ángel Santa María Moza, tampoco su madre... de todas las conversaciones imaginadas jamás pensé en la que realmente ocurrió. "Pizzería El Triángulo ¿en qué puedo atenderle?". Pero ya apenas puedo decir mucho más. Noto que me esfumo, como mis ideas y como el humo de la taza de café vacía.

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