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El botón- Pepe - (R)

Mi desafío: Descripciones




«No toques ese botón». Parece una frase simple, pero a la vez tan atrayente como una señalada fecha rojiza en un calendario.

Mi nombre es Lucía de la Noir. En aquel entonces vivía con mis padres en nuestra enorme mansión. La edificación se erigía en lo alto de un cerro como dueña de todo lo que la rodeaba. Mi padre la heredó de su padre, el cual también lo había hecho del suyo. Era de dos plantas unidas con una gran escalinata de barandillas doradas y chapadas en flores cual altar barroco. Tenía diez dormitorios, siete comedores, cuatro salones, tres cocinas, dos salas de baile y una biblioteca más grande que la municipal de la zona. Un pupurrí de camas con doseles, mesas kilométricas y alhacenas con vajillas de todo tipo. Anexo al casoplón descansaban los establos, convertidos en garajes, y dos casetas viejas y medio derruidas para un servicio que ahora se contrataba por horas. Tan solo quedaba la señorita Margarita, nuestra nana/cocinera/tocapelotas. Una mujer mayor siempre ataviada como una lunática criada victoriana, con su acento de la Europa del este y perpetua cara de ajo. Era tan desagradable que su pestilente olor corporal se quedaba impreso en la estancia durante horas.

Quizá sea un cliché imaginar a una niña pequeña correteando por largos pasillos, observando los pintorescos retratados de cada cuadro o jugando al esconderse entre sofás y tapices. Pero lo cierto es que lo único que podía hacer era venerar la pulcritud reinante en cada los rincón. Lo detestaba. Lo único que me gustaba era recluirme en un pequeño cuarto anexo a la escalinata. Una habitación que encontré de causalidad. Parecía una estancia secreta. Su puerta estaba perfectamente mimetizada con el decorado de la pared. Allí, detrás de un cuadro repleto de telarañas, dentro de una burbuja de plástico medio traslucido y arriba de la maldita frase, estaba el rojizo botón.

Aunque me resistí de pulsarlo, la idea no dejó de rondarme por la cabeza. Más que nada por curiosidad, pero también por su misticismo. Y si no lo hice fue por las represalias que ello podría causar. Seguramente mi padre, el Doctor François de la Noir, que no médico y que nos trataba como si fuéramos parte de un regimiento holgazán, se enfadaría mucho si lo hiciera. O si no Madame Roselia, mi madre; su temperamento era aún más frío. Seguro que ella había puesto ese letrero como una macabra alegoría del jardín del Edén.

Pero esas cuestiones no hacían más repiquetear en mi imaginación.

Todas las tardes me escondía en mi habitación secreta e imaginaba qué pasaría si lo pulsaba. Quizá desencadenaría una debacle nuclear. O a lo mejor produciría un movimiento aleatorio de las corrientes telúricas terrestres. O simplemente la casa se viniera a bajo; demasiado bonito para ser verdad. Aún así, no me atrevía a accionarlo, no hasta que el día que se alinearon una serie de consecuencias.

Primero la señorita Margarita, con sus atavíos del siglo XIX y aliento repercutiendo en mi consciencia, me acusó de no sé qué despistes. Mi madre la regañó por dejarse embaucar por una niña, pero luego me castigó con una severidad fuera de lugar. Y todo eso a la espera del temible veredicto del Doctor. No pude aguantar. Me escabullí de la cocina chapada en mármol y plata y escondí en «el cuarto». Desde él empecé a oír a la Madame gritado y la vieja chacha correteando escaleras arriba. Eso me divirtió bastante hasta que percibí la voz del Doctor. Su sola presencia hacía temblar el aire que respiraba. Pero no dejé que nada me detuviera. Tenía que detener esta locura de vida, y al parecer, solo el botón podría hacerlo, o eso deseaba en mi castigado raciocinio de niña.

Sin embargo, no ocurrió nada. Solo el terremoto causado por la tremenda bronca que me llevé. No obstante, A raíz de ese acontecimiento entendí que tenía que abandonar esa casa. El tiempo pasó y pude independizarme. El botón siguió ahí, nunca se conoció su utilidad, aunque yo sí lo supe.

Puede que en la vida necesitemos algo en lo que creer, que nos empuje a seguir adelante, y lo que en ese momento necesitaba era la válvula de escape que ese rojizo pulsador me proporcionaba y que al final me dio transformado en un renacimiento, el cual empezó a fraguarse a partir de ese último vestigio: yo alargando la mano, pulsando el botón y, esta historia y mi traumática vida antigua, terminando aquí.




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