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El campo abandonado -MT Andrade - (R)


El viento sur, que para la mañana había amainado, recobró la furia. Un ruido extraño, oscilante, como de chapas sueltas que azotan un muro, volvió a escucharse. Era el mismo que los había agobiado durante toda la noche. Un anuncio de mal agüero sin duda. Las mujeres salieron al exterior, la madre, con sus manos aun cubiertas de masa las restregó contra el delantal. El viento de la noche había quebrado las ramas de unas acacias silvestres, aplastando otras y a solo cincuenta metros de la entrada del campo, tuvieron una aciaga visión. Del lado opuesto del camino. Camino, por llamar de alguna forma a esas huellas que dejan las ruedas de ocasionales vehículos sobre el balastro tosco, cubierto de pasto amarillo por la sequía. Cabría acotar que la vivienda más próxima se encontraba a casi un kilómetro de distancia. La singular construcción se situaba en el punto más alto de una loma larga que comprendía toda la vecindad. ¿Cómo no la habían visto? Hacía dos meses que estaban ahí. Observado desde lejos era una especie de templete, digno del mejor asentamiento que nos suele mostrar la ciudad en su periferia. Más lúgubre e indigno, si esto es posible. El hombre que volvía del campo echó pie a tierra, dejó el caballo con las riendas sueltas y se acercó, mientras el animal a paso lento se dirigió al pasto fresco. Quedaba en pie una especie de pieza grande, con otras más pequeñas rodeándola, ahora sin techo, un aljibe sin brocal y otras cosas extrañas. En una de ellas, hambreados, dos pequeños cerdos estaban encerrados. —Es cosa de ese chico, el peoncito que vive con el vecino. Ese insolente que deja los caballos pastando en el camino —rezongó, sin recibir respuesta. Observaron con detenimiento. Era como ver los despojos de un cementerio. Construido con restos de tumbas descubrieron una especie de altares desde donde, antaño, supieron invocar al demonio. —Son lo que son, según quien los mire —volvió a decir el grandote, de nuevo sin recibir respuesta— Son tenebrosos y son simples trozos de hierros retorcidos y de mármoles destrozados. Pisoteados. Era otro lugar donde el tiempo había triunfado, sin haber terminado de pasar la escoba. Los vecinos dijeron no recordar, pero estaban en la zona por esa época. Otros recordaban el camino sucio de gallinas degolladas, de mugrientas procesiones. Parece ser que vivió ahí un comisario retirado que congregaba ese tipo de gentuza. Pasado el tiempo falleció sin dejar herederos. —Ya está resuelto, compré los animales, le dije que los iba a dejar ahí mismo, le di unos pesos y proferí un par de amenazas para que no moleste. Se irá pronto. Su patrón está enfermo y rematará todo. Tengo que correrlo antes que se quede ahí, como ocupante. Hay que eliminar toda esa basura. No hay otra —dijo ufano, sin esperar respuesta. Al paisano le sorprendió lo endeble de las construcciones, alcanzó con que presionara fuerte sobre una pared para esta cayera transformándose en un ruido sordo, en un polvoriento soplido y en unos bloques destrozados sobre el piso. Este sí, de cemento armado, parecía fuerte. Con la excusa de ahondar un tajamar hizo que la retro esparciera los restos y tapara los pozos, a pesar de la negativa del chofer que repetía que eso era cosa de mandinga. Se llamó a sacerdotes de las tres iglesias de pueblos vecinos, dos bendijeron el lugar y por diferentes motivos fueron trasladados a sitios lejanos. El tercero no alcanzó a llegar, para sorpresa de todos, un día desapareció. El campesino quitó del predio todo obstáculo, aró y plantó. Creció la pradera pero nunca dejó de estar libre de hierba mala y lo que se cosechaba no servía. Ahí está el campito abandonado, con la hierba corta; cada tanto se prepara la tierra pero no se planta. Aun hoy parecen esconderse invisibles monstruos, silenciosos, oscuros. ¿Quizá inexistentes para algunos? Por las dudas muchos no se animan ni a mencionar el lugar. Podría decirse hasta que es un lugar agradable. En él nadie ingresa, ni siquiera los perros. Tampoco en el pastizal que crece a un lado del camino, junto al desvencijado alambrado han hecho vivienda los comunes apereás. Han pasado cinco años, pronto el hombre, su mujer y sus hijos ensillarán el caballo y lo prenderán al carro; cargarán sus pocas pertenencias y se marcharán. Han derrotado los malos recuerdos y al alejarse los arrastrarán consigo. Alguien nuevo vendrá, que no conocerá los misteriosos relatos, y la tierra fértil dominará.

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