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El concierto (C) - Verso suelto


Siempre que voy a un concierto elijo una localidad desde la que se vean bien las manos del pianista. No es que no me importen los demás intérpretes, claro que me importan, pero ver como las yemas de los dedos acarician las teclas me hace abandonar cualquier otro pensamiento y la música penetra hasta la última célula de mi cuerpo.

Me gusta entonces imaginar un mundo donde conviven todos los sonidos posibles, un mundo regido por una voluntad superior, el azar, que según su soberano capricho, selecciona algunos de esos sonidos, los secuencia, los dota de la intensidad justa y les insufla una porción de vida, la precisa para que esa secuencia que no es sino la melodía fluya como la corriente de un arroyo; entonces, cuando ya las corcheas las fusas y las negras, transformadas en acordes de un adagio, llegan a mis oídos, el pianista y yo estamos solos en el auditorio; a mi derecha no se sienta una mujer rubia con un lunar en la mejilla, ni hay un anciano detrás mio intentando reprimir una tos inoportuna, ni tengo un pasado o un trabajo que quizá mañana pierda, ni tampoco una hipoteca que pagar o ese amenazante dolor en el costado por el que me acaban de hacer un escáner del que todavía desconozco el resultado; en ese momento, perdida la conciencia de todo, me abrazo al juego de la música, ese juego capaz de alejar cualquier ruido, el ruido de la vida, y me dejo ir en una ensoñación en la que el albedrío supremo del azar se enseñorea de todo, y todo se somete a su tiránico mandato, empezando por las cuerdas del piano que no pueden sino vibrar, y por las teclas, obligadas a transmitir esa vibración a los dedos del solista que se mueven con frenesí, imperceptiblemente para mis ojos que ya, a estas alturas del concierto, están cerrados; y también las manos juegan a ese juego, las manos que imagino tirando de los músculos de los brazos y de los hombros, tirando también del cuerpo que se arquea respondiendo a esa tracción; y todo en el pianista es tensión contenida y fuerza y pasión que brota en forma de sudor de la frente del hombre cuyo traje es negro como el del piano y sus dedos blancos como los del piano; y en ese momento, perdido en ese mundo imaginario, soy incapaz de distinguir si el pianista interpreta la partitura o si, por el contrario, es el piano el que insufla al hombre movimiento y vida, o si ambos son solo objetos inertes y solo existen dentro de la música y el azar; para mí, en ese momento, la existencia solo es un concierto, nada más que un sueño; y cuando se acabe la música y el sueño termine, el pianista se quedará quieto, petrificado, congelado en un tiempo vacío de sonidos, las manos estiradas, los dedos descansando sobre las teclas, mientras se apagan los ecos de la última nota del último compás del último movimiento.

Y, al igual que el piano, callará la orquesta, el auditorio quedará vacío, algunos gritarán ¡bravo!, yo me levantaré y aplaudiré a pesar de ese dolor persistente en el costado, que no me abandona ni de día ni de noche, y el pianista, tras saludar al público con una reverencia, volverá a soñar ese sueño en el que la vida es al revés, el piano no es más que madera, acero y marfil y la partitura del concierto la escribió un tal Chopin.


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