Lo que escribo no relata, como se ha hecho usual, una de las hazañas de mi querido Holmes. Aconteció que buscaba distraÃdo en un anticuario de la calle Sheriff, en Rugby, tan solo para matar el tiempo, y me atrajo el viejo diario de un niño, exalumno del colegio. Curiosamente en ella mi amigo cursó los últimos años escolares; y por supuesto estaba además a un precio irrisorio. El nombre del niño era Jim Moriarty.
No le habÃa escuchado mencionar esa escuela, pero sà muchas veces, sorprendido, lo recuerdo vociferando, sin un escucha, discrepar con los métodos de enseñanza humanÃsticos de Thomas Arnold; considerado allà un grande.
El refinado libro describÃa un incidente fechado el 15 de enero de 1865. AludÃa a la visita de un diplomático italiano, un conde de Milán, para ser más preciso. Por supuesto, estaba escrito su nombre, pero una pequeña mancha de tinta, casi eliminada, no permitÃa que se leyera en toda su extensión, y aunque me figuro cuales son las dos letras dañadas, por prudencia no lo haré público. El conde habló a los chicos acerca de un pueblito al sur de Génova.
Finalizada la reunión el hombre, que era un amante de la música, tocó al violÃn música zÃngara, la música alegre de esos terribles gitanos húngaros.
El chico habÃa marcado como muy destacada la presentación. Un caballero de rostro ebúrneo, vestido con una levita de cuello ancho y solapas, color azul, casi negra, un llamativo chaleco y un pantalón claro, con un sombrero de copa no demasiado alto.
El relato contiene un detalle inusual, al menos para su forma de escribir, según pude observar comparando con el resto del diario. Dice asÃ:
«Sorpresivamente, finalizada la presentación el caballero pidió permiso a la maestra para hablar unos instantes conmigo y con mi compañero. Comenzó diciendo:
—Ustedes parecen hermanos y rivalizan como tales. Ahora compiten para ser admirados por sus maestros y por el resto de los alumnos. Veo, intuyo algo extraño, algo oscuro en vuestro comportamiento que puede convertirse con los años en algo siniestro.
—Pude sondear —dijo Sherlock— que observó el comportamiento del grupo mientras muchos corrÃan durante el recreo. Cuando comenzó la clase no se presentó de inmediato, sino que continuó atisbando. Lo hizo para asimilar nuestra forma de expresarnos, qué lenguaje empleábamos cuando no éramos observados.
—No crea que no lo vimos —agregué
—¿Por qué harÃa eso? Hice mi pequeña charla en latÃn culto según me solicitó el director.
—¿Dedujo lo que nos acaba de decir mientras nos observaba durante el recreo, o durante nuestra entrada al salón, y por qué particularmente a nosotros? —añadÃ.
—Les he dicho lo necesario, ahora me voy, debo tomar el próximo tren.
—Puedo ver el billete —preguntó Sherlock— nunca he visto un pasaje de tren hacia Milán.
Cuando el hombre terminó de mostrarle varios billetes, algunos marcados incluso, mi compañero dijo:
—¿Es usted uno de los que está huyendo a América? No simpatiza con la Italia unificada, con Garibaldi o con el rey.
—Me voy a América, sÃ. No sé que has visto en mis papeles. No solo no veo futuro en mi paÃs sino en toda Europa. Eres un joven muy observador.
—No será más conde. Eso no existe en américa. —Dije— ¿Seguirá a Darwin a las Galápagos?
—Para nada dijo Sherlock. Este hombre va a parar en el Rio de la Plata.
El hombre sacó una pipa bulldog de un estuche finÃsimo de cuero y cargó el aromático tabaco. Me vinieron unas ganas tremendas de fumar como él. ¡HabrÃa tantas cosas esperándome cuando creciera!
Creo que tenÃa alguna visión del futuro, que presagiaba hechos determinados. Solo de esa forma pudo decir esa última frase. No hubo nada que hubiera observado que delatara esa situación del caballero italiano. Lo que más me llamó la atención fue que antes de irse Sherlock le dijo algo en secreto. El hombre le regaló la pipa.
Me dijo simplemente que se la habÃa pedido, pero no le creÃ.»
Interesante relato. No se lo quise mostrar a mi amigo. Uno se encuentra azarosamente con maestros fortuitos a los que admira u odia por el resto de su vida. Creo que, tal vez sin recordarlo, tanto uno como otro con el tiempo se convirtieron en espejos que reflejan imágenes distintas de este Conde. Hasta he llegado a pensar que lo que habÃa creÃdo antes, acerca de que sus acordes al violÃn reflejaban ocultos pensamientos, no son más que harmonÃas de la música zÃngara del conde.
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