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El cruceiro de Nuantes - Menta


Cuando terminé la carrera, ese mismo verano, me contrataron para trabajar por las tardes en una planta de cultivos marinos que estaba a pocos kilómetros de mi pueblo.


Todos los días salía de casa a las cuatro en punto, por mi reloj. Arrancaba la moto con una vigorosa patada y me dirigía a mi trabajo. El viento húmedo me acariciaba el rostro y yo respiraba triunfante al sentir la libertad. Pasado un rato, me lamía los labios y saboreaba el salitre que se había pegado en ellos.


Después llegaba a una cuesta muy empinada con un mirador en lo alto. Muchas veces paraba allí y me asomaba para ver la playa inmensa de arenas doradas.


Llevaba varios días sin detenerme a saludar al mar que se agitaba rítmicamente allí abajo. Este cambio en mis rutinas se debía a que había comprobado que, a las cuatro y diez minutos, sentada en la base del cruceiro de Nuantes, se encontraba esperando el autobús de línea la chica más interesante que había visto en toda mi vida. Siempre estaba concentrada leyendo un libro. Ella no me oía ni me veía pasar.


Aquel día, como siempre, la vi allí. Seguí mi camino. Pero en el siguiente cruce, di la vuelta y volví donde ella estaba.


—Hola. ¿Me puedes decir cómo puedo llegar a la playa de ahí abajo?


—Hola. Sí. Mira, primero sigues todo derecho hasta el siguiente cruce, entonces giras a la izquierda. No vayas muy deprisa porque no está indicado.


Cuando levantó la cara del libro y vi sus ojos azules y sus pecas estratégicamente colocadas en su rostro, mi corazón se expandió y mis oídos y mi mente dejaron de escuchar.


Pensó que no le entendía, se puso de pie y extendió el brazo, también cubierto de maravillosas pecas, y me indicó el camino.


Aquella noche no concilié el sueño tan pronto como solía…


A la tarde siguiente oí a mi madre que me gritaba extrañada:

—¡Qué pronto te vas a trabajar! No son las cuatro todavía. ¿Has cogido los limones? Los he dejado junto al fregadero.


—¡Huy, se me olvidaban!


—¡Qué raro! —oí comentar a mi madre.


Sí, era muy extraño que olvidara el par de limones para mi merienda. Porque para conocer el estado de madurez sexual de las ostras, las abría separando violentamente sus dos valvas; las pobres morían a las pocas horas. Además de ser biólogo marino, también era un gran gourmet, por lo que aprovechaba esta circunstancia para degustarlas con unas gotas de limón.


Di la última curva que me separaba de la parada del autobús y allí estaba: sentada y leyendo.


Al oír el ruido de la moto, se puso de pie.

—Ayer te confundiste. No giraste a la izquierda, vi como seguías carretera adelante.


Sus palabras delataban que ella me había seguido con la mirada.


—Antes de ir a la playa fui a trabajar. Vi un atardecer precioso. ¿Te gustaría que fuéramos hoy juntos? —le pregunté.


—No puedo. Hoy me voy a Santiago. El lunes empiezo la universidad.


Señaló con la mano una maleta, que yo no había visto, interesado únicamente en contar sus pecas y mirarme en las tranquilas aguas de sus ojos.


—¿Cuándo volverás?


—No sé. Algún fin de semana.


—¿Puedo llamarte por teléfono?


—Claro. Sí.


Buscó en el bolso y en un pañuelo de papel apuntó el número de teléfono.


Oímos llegar el autobús. Se despidió y subió. El cristal opaco de la ventanilla me impidió seguir viéndola.


Doblé el papel y lo metí en el bolsillo de la chaqueta junto a los limones.


Seguí mi camino. Al llegar a la desviación de la playa, una furgoneta giró sin poner el intermitente, y para esquivarla, giré bruscamente el manillar y me caí al suelo.


Los jóvenes de la furgoneta vinieron a socorrerme, y me ayudaron a ponerme en pie. Solo me dolía un poco la cadera derecha. La moto arrancó a la primera y seguí adelante porque no podía abandonar a mis queridas ostras.


Después de cenar pensé que era un buen momento para llamar a la chica por teléfono.


Busqué la chaqueta e introduje la mano en el bolsillo. Noté que estaba muy húmedo y los limones estaban espachurrados. Los saqué. ¿Y el papel? Se había desintegrado y solo quedaban unos trozos pequeños mojados. El zumo había empapado el papel y destruido los maravillosos números que eran el único nexo que tenía con mi adorable pelirroja. Me eché a llorar.

*




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