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El final del preso del overol amarillo- José Torma (R)


La tarde ceniza presagiaba tragedia. "¡Soy inocente, cabrones!" Gritaba el general Espiridión Gonzáles mientras los guardias lo empujaban al centro del patio mientras la negra nube que se había posicionado sobre el cuartel empezaba a soltar su húmeda carga. El pelotón de fusilamiento alistaba sus armas. El silencio que pesaba sobre ellos se podía cortar con un cuchillo. No era fácil ejecutar a uno de los suyos, aun en estas condiciones. Lo habían capturado por la causa. Pero al observar el rostro y desempeño del general, era imposible descubrir un ápice de remordimiento o culpabilidad. En la cocina del cuartel, al igual que en todos los fusilamientos, se preparaba la cena fúnebre. El jefe de cocina hizo sonar su triángulo, llamando a atención a todos los cocineros. —Afuera se van a chingar a uno de los nuestros. ¿Todos saben qué hacer? Sin esperar respuesta abandonó la cocina. Desde el pasillo observaba al general Gonzáles avanzar gritando a los cuatro vientos su inocencia. El overol amarillo empapado por el agua de lluvia había adquirido un tono anaranjado. Su cabello, siempre prolijo, caía sobre su rostro dándole una imagen de loco. Sin embargo y aun en su situación, su postura era gallarda orgullosa. Los soldados lo empujaron contra la pared mientras intentaban ponerle un pañuelo sobre los ojos. —¡Así serán buenos, manga de cobardes! Permítanme ver la cara de mis asesinos—Guardó silencio cuando su mirada cayó sobre el general Apolinar Jiménez, quien, de manera casi imperceptible le sonrió. La plana mayor del ayuntamiento tomó asiento en el área reservada. Desde el pasillo, el jefe de cocina hizo la señal convenida. Dentro, los cocineros tomaron los sartenes, las cucharas y empezaron a sonar. El pelotón bajó las armas buscando al general Jiménez. Éste, aparentemente sorprendido por los eventos que se escuchaban en la cocina, dio la orden... —¡Preparen, apunten, fuego! El pelotón retomó la posición y al unísono dispararon sus rifles. En ese momento se apagaron las luces. El caos se apoderó del cuartel. —¡No suelten a Gonzales!—gritaba el alcalde, mientras corría al patio. Los cocineros salieron disparando a diestra y siniestra, la misión era clara, ¡tenían que rescatar al general! Gritos de dolor se escuchaban por doquier, los integrantes del pelotón de fusilamiento, tarde se daban cuentas de que todas sus balas eran salvas. Esto había sido planeado. El jefe de cocineros se abalanzó sobre de ellos. Un relámpago iluminó el patio dando una pequeña reseña de la masacre que estaba ocurriendo. El general Apolinar Jiménez subió al palco y poniendo la pistola en la sien del gobernador, lo instó a que lo siguiera. En su carrera tropezaron con el cuerpo del alcalde, dos hilillos de sangre brotaban de su frente y realzaban la sorpresa en sus ojos. —¡Alguien tiene a Gonzáles! —gritaba mientras empujaba al temeroso hombre hacia la salida—Sargento Brunes, lance la señal. El mencionado soltó al hombre con el que peleaba, su cuerpo cayó al suelo salpicando lodo en sus botas. Corrió hacia la torre y subió. En la parte alta del amurallado cuartel prendió la mecha del cañón. La revolución habia iniciado oficialmente. El párroco de la iglesia escuchó el cañonazo y se dirigió a su feligresía. —Hermanos, ¡ahora o nunca! —La gente enardecida, tomó las rudimentarias armas con las que contaban y salieron a las calles. El sacerdote liderando a las masas. Negocios y casas fueron ultrajados, no había compasión en el alma de los sublevados. Las nubes que habían enmarcado el inicio del enfrentamiento, ahora se retiraban dando paso a la luna nueva. Los incendios aumentaban mientras la gente avanzaba hasta el edificio de la presidencia municipal. En el cuartel, los disparos fueron disminuyendo. Las luces se encendieron. La tierra enrojecida por la sangre de los abatidos se mezclaba con agua en dantescos charcos de muerte y ahí, en el centro se encontraba el general Gonzales. Llevó sus dedos a la boca y silbó fuertemente. El relincho de un caballo le respondió a la vez que corría a la puerta principal. Nadie lo vio escapar, pero un par de soldados rasos juran que lo vieron cabalgar hacia la luna. Nunca se volvió a saber de él. El gobernador se rindió, la revolución triunfó y nació la leyenda del preso del overol amarillo. Misma que se sigue contando en las cantinas y en cualquier lugar donde se juntan los reprimidos y desplazados. Siempre deseando que el general regrese para poner orden a tanto desmadre.

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