―¡Pasen, vean a la Mujer Barbuda, al Hombre Diminuto…!―Los niños atosigaban al “speaker”, que repartía caramelos y algún coscorrón disimulado a los golfillos cuando intentaban repetir―¡Pasen y vean al gran Sansón, domador de lo más pequeño y lo más grande! El circo contaba con un espectáculo de elefantes, también con una diminuta carpa, donde a través de una gran lupa, podían verse pulgas acróbatas. Sansón no recordaba el origen de sus desgracias. Todos los días aparecía su vivienda inundada por orines de gigantescas vejigas, y su cuerpo pespunteado por aguijones de inexistentes parásitos. Limpiaba y desinsectaba el carromato cada mañana. Intrigado, comprobaba que no había novedad en la urna de las pulgas, ni en las cerraduras de las jaulas de los paquidermos. Pronto se desharía de esos odiosos animales, cada vez más incompetentes, incluido Dumbo: el elephas máximus de 5.500 kilos cuyas fotos anunciaban equilibrios en la cuerda fija y actuaciones de escapismo, abriendo tanto diminutos como enormes candados. Ejercicios que ya parecía haber olvidado. Sin embargo, Dumbo disfrutaba evocando cómo noqueó y desmemorió a Sansón el día que este mató a Dorotea, la pulga bailarina, mediante un tremendo latigazo, cuando practicaba el grand-plié sobre su lomo. Rememoraba perfectamente a su trompa lanzándolo, como atravesó la lona más rápido que el Hombre Bala, aterrizar en las cuadras y de una coz, ser catapultado al camerino de la Mujer Barbuda, que lo despachó con un contundente puñetazo. Sansón no recordaba que los elefantes nunca olvidan.
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