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El joven elefante y el escorpión -Amaranto- (R)


El cristalino brillo solar tropezó con sus orejas grises y su trompa enroscándose en la rama de un árbol para apropiarse de la fruta. Apenas, la intensa claridad le permitía abrir sus ojos, mientras caminaba hasta un pequeño arroyo. Arrastrando sus voluminosas patas sobre la hierba esponjosa y húmeda, notaba las caricias de las florecillas silvestres estrujadas bajo sus pezuñas. Cuando, se acercó al borde del reguero, advirtió la afilada punta de las piedras en su piel gruesa y rugosa. Dobló las patas traseras y sujetándose con las delanteras permaneció acuclillado, observando su claro reflejo en el agua. Luego, hundió su trompa para absorber el líquido y alzándola expulsó un intenso chorro que se deslizó desde la cabeza hacia las ancas, como si de una potente ducha se tratase. Respiró hondo para sentir el penetrante olor de la tierra húmeda, pero una espesa humareda enrarecía el ambiente. —¿Quién habrá encendido el fuego? —pensó—; eso debería quitarme el hambre, pero todavía sigo teniendo apetito. Estirando las patas traseras recuperó la marcha. Cruzó al otro lado del arroyo sujetándose en las piedras que descollaban de sus aguas. El crujido de las ramas secas al troncharse le alarmó y se colocó en una postura defensiva, acurrucándose contra la hierba. Entre el ramaje apareció un escorpión armado con dos fuertes pinzas y una larga cola enroscada. —¡Qué iluso eres, joven elefante! ¿No sabes que puedo matarte si te clavo ahora mi aguijón? —¿Por qué quieres matarme, si no te he amenazado con aplastarte con mis patas? —Te mataré si no me ayudas a encontrar mi cueva. He perdido la memoria. —No me asustas. Proseguiré mi camino en solitario. —Está bien, sigue tu camino, pero luego sálvate tú solo de los cazadores. —Siendo tan pequeño, ¿cómo puedes librarme de los cazadores? —Clavándoles mi aguijón cuando están distraídos. —Bueno, en ese caso, acompáñame hasta el claro del bosque y trataré de encontrar tu caverna. A medida que el sol rodaba montaña abajo, el escorpión rasgaba el suelo con sus ocho patas desconfiando del entorno. También, el joven elefante bamboleaba sus ancas a uno y otro lado con desconcierto. Las fuerzas empezaron a fallarles. Estaban hambrientos y la noche los cubría con su manto de penumbra. —Descansemos un rato bajo el fresco cobijo de los árboles. —Estiraré mi trompa para comerme las hojas de las ramas más delgadas y flexibles. —Y tú, escóndete debajo de la piedra repleta de hormigas, así podrás darte un festín. —Ven p'acá atontao, que te voy a aviar de un escopetazo —exclamó un rudo cazador, apuntándole con la barbilla hacia delante en forma desafiante y la linterna enfocándole a los ojos. —¡¿No me has oído, puto gilipollas?! —insistía el energúmeno, disparando al aire. —Entonces el escorpión, que le había escuchado, le clavó su aguijón en una pierna hasta obligarle a huir del pánico. —¡Gracias compañero, me has salvado la vida! Ahora, acabemos de llenar el estómago y a descansar—finalizó el joven elefante.

Al otro día, reanudaron la marcha en busca de la familia del elefante. En cuanto aparecieron en el claro del bosque, una manada de elefantes les recibió barritando y levantando sus trompas, mientras el más joven se arrimaba a la matriarca para recibir sus carantoñas. El escorpión los miró algo asustado, pensando que su aventura terminaba allí, de modo que giró sus patas y empezó a moverse. —No te vayas, mi familia debe saber que me salvaste la vida —le advirtió, exhalando un sonoro barrito, que imitaron los demás. —Luego prosiguió explicándoles la hazaña. —Un hermano puede no ser un amigo, pero un amigo será siempre un hermano, y como tal, así te trataremos —sentenció la matriarca. —Lo siento, pero quiero volver a mi cueva. Su hijo me prometió encontrarla. Soy un anciano y ya perdí la memoria —se lamentó el escorpión. —En ese caso, te ayudaremos a encontrarla. Dinos qué árboles hay cerca, cuáles especies habitan por allí, los sonidos que escuchas... —Solo recuerdo que hay una catarata rodeada de cafetales. Escucho los cantos de los colibríes y las aves del paraíso cuando amanece. Mis vecinas son un ejército de hormigas, una colonia de mariposas y una extensión de telares, repleta de arañas. —¡Sí, ya sé dónde está! —exclamó emocionado uno de los elefantes. Mañana te conduciré hasta allí. —Yo quiero acompañarle —dijo el pequeño elefante.

Pasado un tiempo, un famoso biólogo publicó en Internet un artículo con una foto de un tierno elefante que se fue a vivir cerca de una cueva donde habitaba un anciano escorpión.

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