HabrÃan pasado veinte años desde que pisé esas calles. Todo parecÃa igual. El mismo caos dentro y fuera de las casas, la misma basura. Noté caras de desesperanza. Llegamos a casa de Joao Oliveira procurando pasar desapercibidos. En estos sitios todos te miran. Unos por curiosidad en una suerte de turismo estático, otros calculan qué pueden sacar de ti. QuerÃa actualizar datos sobre el devenir de las favelas. El Maestro Oliveira era un referente privilegiado. El aguijón de una sociedad acomodaticia. VivÃa en la colina, en una casa desolada. Una combinación desafortunada de ladrillo y madera. Se diferenciaba poco de las otras. Estaba dividida en dos habitáculos. El destinado a dormitorio sin ventana y el otro para lo demás: en un rincón una cocina y un frigorÃfico desvencijado; en medio una mesa de palés cubierta con un mantel de hule; un sofá sin muelles y un aparador abarrotado de libros acumulando polvo. Del techo colgaba un ventilador de madera al que le faltaba una pala. No habÃa televisión. Se sentó junto a la ventana y me invitó a hacerlo enfrente. «Aquà paso la mayor parte del dÃa. Oigo a los vecinos: risas, gritos y algún vez el sonido de disparos. Respiro el aire marino y los guisos cercanos. Hablo con Rosanna, aunque ya no responde, y medito. La existencia es tranquila. Los turistas se pasean en una morbosa fascinación por la miseria ajena. En contra de lo que se dice, no hay robos. A los narcos no les interesa porque ahuyenta la clientela. La rapacerÃa la hacen en Copacabana». Me encontré con un hombre de aspecto ascético maltratado por la incuria del tiempo. Los pómulos sobresalientes hundÃan sus ojos de expresión desnuda. Despechado de la vida, parecÃa más puesto en el pasado que en un presente que se le escapaba. Después de hablar de aspectos culturales, llegamos a lo que me interesaba especialmente. —En la favela las gentes se sienten felices cuando se juntan en masa. Lo primordial es formar parte de algo poderoso. Necesitan creer en algo y la pertenencia al grupo es la única manera de subsistir. Eso les engrandece. Los jóvenes, desde temprano, están en la calle intentando entrar en alguna banda que les dé seguridad o jugando al futbol. Sueñan con triunfar y salir de la miseria. Las mafias están bien organizadas. Todas las semanas hay un enfrentamiento a tiros entre pandillas de narcotraficantes. Algún chaval que no pasa de los quince morirá y lo terrible es que, seguramente, nadie le llorará. En un momento inesperado me dijo que estaba ocupado. Le dejé sobre la mesa mi última publicación. Antes de abandonar la chabola, dijo: —Estoy en el final de un proceso destructivo irreversible. En otras circunstancias serÃa desalentador, pero dada mi situación ya no me importa. Cada mañana constato la impermanencia de las cosas. La maldita enfermedad de Rosanna entró como elefante en cacharrerÃa destrozándolo todo. Hizo de ella una foto fija en sepia y terminó conmigo y mis convicciones más firmes. »A veces me pregunto si ha servido cuanto luché por la supervivencia de una juventud sin futuro. Esta favela está peor que hace cincuenta años. Ahora tienen televisión y droga. Ambas hacen estragos. Antes no tenÃan otra cosa que dignidad y espÃritu reivindicativo y eso les daba esperanza. Yo hace tiempo dejé de ser respetado. Creo que ni siquiera saben si sigo vivo. Permanecà sentado, indeciso. El profesor interpretó mi silencio como una invitación a seguir hablando. —Me queda la sensación de que el tiempo se va escapando en una alocada carrera hacia ninguna parte, como un reloj de arena, inexorable, como el agua que se escapa entre los dedos. Ahora, como el remanso del rio, mi brÃo de antaño se ha disipado. Hace tiempo perdà la esperanza de un mundo mejor. Me voy deslizando irremediablemente por un plano inclinado donde no hay agarradera. Disfruto de mi soledad y cuido de Rosanna, pero intuyo cercano el sonido de las olas rompiendo contra el acantilado. Espero que cuando llegue ahà no haya nada porque, si hay, significará que Dios lo hizo muy mal. Y a Dios no se le puede dar otra oportunidad. Me quedé mudo. No se levantó para despedirme. Volvà a la mesa retiré mi libro y le dejé trescientos dólares. De vuelta a mi confortable realidad, me entró una angustia irrefrenable. No pude contener el llanto y las ganas de vomitar se desataron. Me senté en una piedra en medio de un charco de agua sucia que reflejaba mi propia miseria.
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