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El mito del escritor aviador - Amaranto- (R)




«Caminando en línea recta, no puede uno llegar muy lejos». El Principito


Hola, me llamo Antoine de Saint Exuperry, no hace mucho que soy un escritor famoso, pero antes os contaré cómo me he convertido en un mito.


Volaba con un avión Lightning P-38, con el que había despegado aquella mañana del aeródromo de Bastia, en la isla de Córcega, para efectuar un servicio que conllevaba el reconocimiento y fotografías de las defensas alemanas, como una fase previa al desembarco aliado en la región de La Provenza.


Teniendo en cuenta que me gustaba escribir, tanto como pilotar aviones, he logrado que mi efímera existencia sea una enigmática leyenda, una vez que ha sido divulgada a través de la historia de la literatura.

Mi vida ha sido una gran aventura, como también lo podéis deducir de mis obras y de la forma en que se agotó la arena del reloj de mis días.


¿Qué sucedió aquel 31 de julio, a las 13:30 horas, cuándo el P38 desapareció de los radares del cuartel general norteamericano? ¿Algún avión nazi localizó mi vuelo y logró precipitarme al vacío?, ¿sufrí una avería mecánica?, ¿tuve un accidente o algo en mi vida iba mal y lo disimulé con un suicidio?, porque ¿qué sentido tuvo? Dejar antes de salir hacia mi última misión, una nota que decía: «Si me derriban no extrañaré nada. El hormiguero del futuro me asusta y odio su virtud robótica. Nací para jardinero. Me despido, Antoine de Saint-Exupéry».


Tampoco revelaré si fingí mi muerte y me trasladé a vivir a un lugar desconocido, donde nadie podía localizarme. Estoy al corriente de que en 1998 un pescador encontró una pulsera con mi nombre y una pieza con la inscripción de cuatro cifras, 2734, que corresponden a la matrícula militar del avión con el que supuestamente me estrellé.


Ahora os voy a explicar lo que sucedió cuando una mañana de abril me encontré con André Gide, un colega al que a partir de ahora llamaré cariñosamente El Turco. Le propuse realizar juntos una extraordinaria e ignota aventura aérea, de ahí que no figure en ninguna de mis biografías, pero a vosotros, apreciados lectores, no deseo privaros de conocer lo sucedido...


Aceptó de inmediato acompañarme en una de mis travesías, pues necesitaba alejarse de Paris, durante un tiempo.

Tomé rumbo hacia un archipiélago situado en el golfo de Panamá, concretamente a la Isla del Rey.

Al descender del avión nos topamos con un lugareño, decía llamarse El hombre de las estrellas, un individuo serio y de negocios dedicado a realizar el cómputo diario de tales cuerpos celestres, de los que se consideraba su dueño y debía administrarlos.

En el ambiente flotaba una vocecita infantil que trataba de imitar al niño interior que se agazapaba entre mis incipientes canas, repitiendo una y otra vez: «Es divertido, incluso bastante poético. Pero no es muy serio».


—No haga caso al niño insolente. El Principito se aburre y no sabe cómo imponer su autoridad en la isla.

—¿Pero, no es un rey quien gobierna la isla? —ironicé en tono enfático.

—¡Paparruchas! ¡Este tipo es un lunático! —refunfuñó El Turco, tratando de desviar la conversación.

—Usted es el lunático porque se mira en el espejo y solo ve lo que está en su interior.

—¡Cojonudo! En realidad, es un filósofo y merece tus disculpas.

—¡Basta! No soy filósofo, soy un profesional.

—Por cierto, ¿dónde podemos encontrar al Principito?

—Sigan el camino del corazón y les conducirá hasta la cima de una montaña donde habita con su padre en un castillo.


Nos despedimos haciéndole una reverencia y continuamos la senda hacia la montaña, divisando a lo lejos al Principito. Ignorábamos su intensa mirada con la frente fruncida, solo veíamos una larga bufanda, ondeando en el viento como una bandera.


Sorprendidos por una fuerte tormenta, no desistimos en el empeño, porque «Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer», y con esta decisión afrontamos una implacable batalla de truenos y relámpagos, a través de empinados escalones hacia la cúspide, calándonos hasta los tuétanos.


—¿Qué os ha traído aquí?

—Vivir la aventura más impresionante y conoceros sin duda es algo extraordinario —alardeó, El Turco.

—¿Qué significa extraordinario para vosotros?

—Lo ignorado —respondió mi amigo.

—Lo esencial —maticé en mi papel de adulto.

—¡La flor perfumaba e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus pobres astucias! ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla —aseveró con contundencia El Principito.

*




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