El sol sucumbÃa cansado dejando atrás un juego de luces apasionadas que bañaban la hermosa playa. Sentada en un tronco, arrastrado por el baile de las olas de aquel mar del PacÃfico, Julieta contemplaba el horizonte con sabor a sal en sus labios, y en su mirada se reflejaba una gran amargura.
Sentada en la arena, a la orilla del mar, la pequeña SofÃa de quince meses sonreÃa y mostraba a su madre los caracoles que encontraba y que colocaba en un pequeño recipiente de plástico, con la figura de un elefante morado.
Sus cabellos cobrizos rizados y sus hermosos ojos verdes le recordaban a Julieta aquel hombre que habÃa sido su amor y su verdugo.
—¡Mami, agua!—, balbuceo SofÃa contenta, mientras entre risas y con el pantalón empapado chapoteaba en el pequeño pozo que se formaba con la llegada de las olas.
Julieta en los momentos en que su memoria regresaba a ella, recordó ese dÃa cuando lo impensable sucedió, se miró sentada al pie de la cama guardando en una maleta su ropa, decidida a huir de aquel infierno terrenal. La ropa de SofÃa y sus fotos, las colocó en una caja para luego guardarlas en el armario.
—Julieta, Julieta…—Escuchaba aquellas voces en su cabeza, pero se negaba a escucharlas.
Contemplaba ida a su hija jugar ahora acostada en la pequeña charca.
Un poco más de tres años duró el sufrimiento. Todos los dÃas se convencÃa de que él la amaba, que le corregÃa por amor. Estaba sola en el mundo. ¿Quién la amarÃa? Solo él lo hizo.
José, fue quien le ayudó a salir de la calle, le dio un hogar, le prometió una vida jamás soñada en su maltratada existencia.
Después de que su padre asesinara a su madre a golpes frente a ella, Julieta abandonó ese siniestro lugar y vagó por las calles de una ciudad donde los niños sin hogar eran tan usuales que ya la gente no los veÃa.
Aprendió a defenderse y conseguir lo que necesitaba a diario para sobrevivir. Sufrió abuso y decepciones, pero no tenÃa a donde ir, ni a quién acudir.
José le dio lo que anhelaba, un hogar. Un año duro la luna de miel, solo una que otra discusión que terminó en algunas cosas quebradas y algunos insultos, pero nada tan grave como lo que vivió una vez en casa.
El enterarse de su embarazo le trajo felicidad y temor pues el carácter de José se volvÃa cada vez peor ahora que bebÃa. La culpaba de todo. El sabor a sangre en sus labios se volvió algo usual.
Con siete meses de embarazo recibió la primera paliza de parte de su hoy difunto marido. SofÃa nació en un hogar quebrado como en el que ella vivió y del cual escapó siendo una niña. Un hogar que no deseaba para su hija.
La amaba, eso era indiscutible, ¿Qué harÃa por ella? La salvarÃa de repetir la historia.
Su mente divagaba cada vez más seguido. Se perdÃa en sus pensamientos y no regresaba después de varias horas. OÃa voces y muchas veces sentÃa que sombras la miraban desde su cama en un lugar completamente blanco, el olor a quÃmicos le invadÃa y aguijones que se incrustaban en sus brazos de abejas imaginarias le hacÃan gritar de desesperación.
El sol cayó completamente y la oscuridad se apoderó de aquella playa.
Julieta caminó por la orilla de la carretera y llegó a su casa. En el suelo yacÃa José envenenado por la cena que ella preparó aquel dÃa para él.
—Julieta, Julieta … Despierta.
—Doctor hace dos semanas que ya no responde, por las noches grita y llora por SofÃa, a veces toma la almohada y la arrulla, otras veces siente que se ahoga —. El psiquiatra observó a la pálida mujer, una anciana en el cuerpo de una joven. El dolor la envejeció y le robó la cordura.
—Llévala a su habitación, la otra semana lo intentaremos de nuevo.