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El Origen - Maurice


─Jamás creí que podría cagarme de calor en julio –le comentaba socarronamente al gerente, mientras dejaba caer un cubito en el vaso con refresco-, en un lugar fuera del Caribe.

Lito miraba sonriente al hombre sentado frente a él con duda: no sabía si hablaba en serio, o preparaba el terreno para una inminente broma. Conocía al viajante hacía poco, cuando la fábrica de pistones que proveía a su empresa debió reemplazar al anterior por haberse jubilado. Eugenio era hombre mayor, lento en las ecuaciones comerciales, pero franco, ameno y, principalmente, sencillo. De esas personas que, al verlas por primera vez, tenes la sensación de conocerla desde siempre. Contrariamente, Martín resultaba pedante; poseía los típicos modales del porteño altanero, “canchero”, y Lito se sentía expuesto. Por ello recordaba con cierta nostalgia a Eugenio.


─Escucha esto, Lito; no lo vas a creer –comenzó diciendo el viajante Martín Otamendi con ese acento clásico capitalino-. No te rías, porque para mí es una experiencia única.

Lito Pugliese, como provinciano encontraba a los porteños de Buenos Aires con un aire de ignorancia, inocencia, propio de los que pocas veces atraviesan los límites de la metrópoli; personas que desconocen las cuestiones elementales de la vida sencilla en las provincias. Se preparó entonces para oír otra pelotudéz boludéz, aunque simulando un gesto de interés; como si lo que escucharía se tratara de un secreto de Estado.

─Imagino que no estarás en quilombo con alguna “trolita” con las que salís cuando venís por acá, ¿no? -Pugliese conocía los hábitos “putañeros” de Martín, creyendo adivinar por dónde venía la mano. Pero ahora se equivocaba de palmo a palmo.

─ ¡No, boludo, escúchame! –exclamó con enfado viendo que su cliente lo estaba tomando para la chacota.

─ ¿Viste que ayer yo estaba en Mendoza? Siempre me quedo allí cuando recorro la zona Cuyo.

─Si, lo sé. ¿Qué pasó?

─Bueno. Estaba soplando viento Zonda. Aire caliente y seco que te hace estallar la cabeza. Yo no sabía. Pero cuando volví al hotel, después de visitar a los clientes, me recosté a hacer una siesta, porque estaba “echado” como un perro. No pude descansar un carajo, estaba inquieto.

Lito escuchaba haciendo esfuerzo para no soltar la carcajada. Quién entre San Juan y Mendoza, conoce los efectos desbastadores del viento cuando azotar la región al principio de primavera.

─El asunto es que bajé a la recepción y le pregunté al conserje a que se debía este fenómeno; me contestó que “estaba zondeando en San Juan”. Estuve pensando que, si esto sucedía en dos provincias nada más, podría ver donde se formaba. Y decidí venirme para San Juan ayer mismo. Igual tendría que viajar. Busqué las cosas, saqué el auto de la cochera y me vine. No miré el reloj, pero calculo que serían alrededor de las tres de la tarde.

Pugliese lo escuchaba sin interrumpirlo para que terminara rápido; no obstante, seguía resultándole inaudito el esfuerzo y el asombro que el tipo tenía por algo que era una parte del clima, y molesto, por cierto.

─Cuando llegué, estaba insoportable que se veía todo opaco: calor, viento, tierra en la atmósfera. Nada de humedad, por supuesto.

Entré a una estación de servicio para rellenar el tanque. Mientras me cargaba combustible, le pregunté al playero de donde podía venir el viento. El tipo me miró desconcertado –Lito imaginó que el empleado debió reconocer inmediatamente que era de Buenos Aires; y no solo por el acento, también porque en San Juan, a las seis de la tarde y soplando viento Zonda, solo un porteño podía preguntar semejante ridiculez. Me dijo que “el viento venía de las montañas”. Le pregunté hacia dónde estaba la cordillera y me mandó a una quebrada –justamente llamada quebrada del Zonda-, a unos veinte kilómetros de la ciudad. Y fui también.

─¿Fuiste a Zonda un miércoles a la tarde con semejante viento! –la pregunta, más que a Martín, era para sí mismo, y convencerse de lo que escuchaba-. ¡Vos sos loco!

─No sé, viejo. Pero cuando bajé a ese lugar, después y vi los árboles zamarreándose, el viento gritando por entre los montes, en medio de la soledad –porque en el parque no había nadie más que yo-, sentí que estaba en el ombligo del mundo. Jamás tuve una experiencia igual.


Cuando Martín se fue, Lito quedó ordenando documentos para el banco. Mientras lo hacía, pensaba que quizá muchos tengan sus cuerpos encerrados dentro de la gran ciudad, pero la imaginación trascendiendo el espacio-tiempo.

*




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