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El peso de la vida -Carlos Jaime Noreña

Por la calle central del pueblo va desfilando un hombre con un elefante de cabestro. Todos salen asombrados a las ventanas, a las puertas, a los andenes, a mirar el lento paso de esta pareja que no saben de dónde salió. El hombre va pensativo, siempre mirando adelante; el animal, con la trompa erguida y sus colmillos apuntando al frente, camina con típico balanceo, agita su cola y ocasionalmente baja la trompa y le da golpes al hombre, que los soporta. Frente al intrigante espectáculo, surgen los susurros entre los improvisados espectadores, que manifiestan estupor, temores, algunas burlas y muchas conjeturas (como siempre ocurre ante lo desconocido) sobre la causa del desfile. El dúo atraviesa la plaza mayor, siempre silencioso, y continúa el periplo sobre la larga calle que los trajo desde la entrada de la población y los seguirá llevando hacia su salida, si antes no deciden girar a algún lado. Pronto se forma una improvisada banda de música que va a su zaga tocando ritmos alegres, cual desfile de circo, y van apareciendo paisanos, cámara en mano, a hacer fotos que les perpetúen el inaudito festival. Pero lo es solo para la población, porque hombre y bestia continúan su procesión impávidos, silenciosos, ceremoniosos. Por fin, una mujer se atreve a dirigirle la palabra al peregrino; tímidamente, alaba primero el porte del animal, “más grande, más sano y más hermoso que los que han traído los circos”, y elogia el arrojo de su amo que no teme ningún rechazo ni sanción por su temeraria acción; ahora sí, se decide a formularle su inquietud, que es la de todos: para dónde va con ese elefante y qué va a hacer con él. Ustedes ven, pero no saben mirar, contesta el hombre. Esto que voy arrastrando, no es ningún animal. Ese cuerpo pesado es el lastre de toda una vida desperdiciada; ahí vienen mis culpas y mis fracasos, mis renuncias y mis pérdidas. Esos cuatro miembros que castigan pesadamente el pavimento me están castigando a mí; cada paso lo siento doler en el alma; sí, esas cuatro gruesas extremidades encarnan a todos los que sufrieron por mi culpa y ahora me martillan sin cesar. Los dos enhiestos trozos de marfil, amenazantes, representan mi arrogancia y mi espíritu violento; vienen tras de mí intentando herirme igual que yo lesioné a tantos por largos años. La trompa, en fálica posición erguida, evoca mi lascivia irrefrenable y solo cae por ratos para azotarme. Nunca fui capaz de eludir el aguijón de la lujuria. El ritmo del caminado, en vaivén, es un tic tac de reloj que me recuerda permanentemente el paso del tiempo, la proximidad de un desenlace que solo con valentía yo podría cambiar. Calla la mujer, calla la banda, calla el público. En medio de un silencio catedralicio, sigue avanzando muy lento el mínimo cortejo, dejando atrás una cuadra y otra y otra, que permanecen llenas de observadores, como si la población de la aldea se hubiera triplicado. Al salir de la última calle, el penitente conduce al elefante hacia el borde del abismo que flanquea la población y con diestro manejo del cabestro lo hace precipitar hasta el fondo. Liberado de su carga, el hombre sacude sus manos, mira hacia el infinito y luego se regresa a desandar el camino recorrido, a paso rápido y con ostensible alivio.

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