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El puente - Ryan I. Ralkins- (R)


Esa noche parecía tan ordinaria como cualquiera otra: un cielo carente de nubes en el cual la gorda luna brillaba con intensidad y cuya luz se reflejaba en los cráteres llenos de agua de la destruida carretera. El puente carecía de cualquier otra iluminación. Los restos de dos faroles estaban rotos en el suelo. Sentado en la orilla y meciendo las piernas, Colin sostenía un libro de portada negra. Sobre la cubierta estaba grabado el título en letras plateadas: “De azúcar y sal, 25 poemas de mi mala suerte”.

—Tu suerte no es tan mala en comparación con la mía, Ryan.

Su voz rompió el delicado silencio nocturno. El corazón le latió con fuerza y no pudo evitar sentir un escalofrío. Miró hacia abajo. El rumor del agua fluyendo entre las piedras le llegaba como un murmullo, como si fuera un encantamiento. Poco a poco se inclinó más y hubiera seguido inclinándose hasta caer si su móvil no hubiese sonado. Al tomarlo vio que tenía un par de llamadas perdidas de su madre. Se lo guardó al bolsillo, después de ponerlo en silencio. Una brisa suave y cálida sopló, dándole de lleno en el rostro.

«Curioso, parece que el viento quisiera alejarme de la orilla», pensó mientras se echaba un poco hacia atrás.

—No deberías estar aquí —dijo una voz desde algún lugar a su espalda.

Colin se levantó de un salto. El libro quedó justo en el borde del puente.

Una niña se acercó a él. Por su estatura y apariencia debía tener al menos unos 12 años. Llevaba un traje gris que le llegaba hasta los tobillos. El cabello negro le tapaba el rostro del cual solo podía distinguir unos ojos que lanzaban destellos plateados. Pensó correr pero desistió al ver que la niña se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

—No deberías estar aquí —repitió—. La sombra aparece cuando el reloj marca las 10:10.

—Pero tú estás aquí.

—Yo estuve aquí —respondió. Su voz se convirtió en un susurro. Bajó la cabeza y se quedó en silencio, observando cómo se movían los dedos de sus pies.

Mientras la observaba, Colin sentía como la piel se le ponía de gallina. ¿Qué hacia esa niña allí? ¿Por qué actuaba de manera tan extraña? Las preguntas se le agolpaban en el cerebro pero no llegaban a su garganta. No se atrevía ni a abrir la boca y para cuando reunió el valor, descubrió que temblaba de pies a cabeza.

—¿Quién eres? —preguntó, dando un paso hacia ella.

La niña lo miró a los ojos. En ese momento sintió un frío en el pecho que le heló hasta el alma.

—Yo era Erin.

—¿Eras?

La niña asintió.

—Hace tiempo, mucho tiempo.

—Pero todavía lo eres, ¿no?

La niña pareció sonreír y por un instante desapareció para de la nada aparecer a su lado, tomándole de la mano. Colin notó que su mano era extrañamente cálida, aunque algo áspera.

—Te mostraré un secreto.

Extendió la mano libre en dirección al puente y frente a sus ojos pareció dibujarse un cuadro. Era el puente en buenas condiciones. Los faroles a ambos lados despedían una luz opaca que poco podía espantar de la cerrada oscuridad. Esa noche no había luna llena.

Colin observaba ensimismado cuando apareció una niña corriendo. Sus gritos solo eran igualados por los gruñidos de una criatura que la acechaba. No podía ver lo que era pero su presencia bastaba para ponerlo nervioso. La niña corrió hasta llegar a la orilla del puente y allí se detuvo, mirando hacia abajo. Entonces una sombra cayó sobre ella. Erin pataleó y gritó pero unas garras le sostuvieron con fuerza mientras unos dientes afilados se hincaban en su cuello. El silencio fue inmediato.

Cuando la escena se esfumó, Colin se encontró en medio del puente. Sin saber cómo, sostenía en su mano (la misma que Erin le tenía tomada) el libro negro. «Oh Dios mío, oh Dios mío», pensaba, temblando sin control alguno. Las ganas de mear le llegaron de golpe y a punto estuvo de mearse encima cuando sintió la presencia de la sombra. Contuvo la respiración. Con lentitud, extrajo el celular de su bolsillo y miró la hora: eran las 10:10. «Se acerca» pensaba y de repente escuchó la voz de Erin en su mente:

«Corre».

***






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