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El secreto del castillo - Amaranto



Un humilde elfo habitaba con su familia en un valle rodeado de montañas, trabajando sin descanso para librarles de la miseria y el hambre que abundaba en aquellos contornos. Sus tres hijos le ayudaban a cuidar el ganado, aunque solamente el primogénito había alcanzado la mayoría de edad. Les gustaba hacer magia y el más pequeño podía esconderse entre una brizna de hierba cuando su madre quería castigarle.


En mitad del invierno, al cubrirse de nieve buena parte del valle, alguien llamó a la puerta. Al abrir, el elfo quedó impactado ante la presencia de una tejona con un denso pelaje de color pardo grisáceo que le dijo:


—Disculpa labriego, vengo en busca de tu hijo mayor. ¿Serías capaz de entregármelo como esposo?, a cambio, te regalaré un cofre lleno de onzas de oro.


Norcel lo miró asombrado sin dar crédito a lo que sucedía, hasta que pudo reponerse de la impresión y entonces le preguntó a Dallan si estaba dispuesto a casarse con la forastera, a lo que él se negó en rotundo.

El padre convenció a la extraña para que regresara al cabo de unas semanas y disponer así del tiempo suficiente para persuadir a su hijo de las importantes ventajas que obtendría la famlia, disfrutando de una vida mucho más satistactoria a cambio del matrimonio.


Al cabo de un tiempo la tejona y el joven elfo emprendieron un largo viaje hasta el castillo. Al llegar, se percató de la suntuosidad que mostraban sus numerosas estancias adornadas con toda clase de ricos tapices, elegantes estatuas; sofisticado mobiliario y fornidos muros que parecían estar custodiando el secreto de una historia. También se hallaba una mesa con suculentos manjares, enmarcada por una cohorte de criados que los aguardaban impacientes para acomodarles en sendas sillas de caoba con asientos de cuero.


—Si necesitas algo, haz sonar esta campanilla de oro y alguien de la servidumbre acudirá en tu auxilio.


Dallan estaba contentísimo rodeado de lujos y caprichos, pero a medida que pasaban los meses, comenzaba a echar de menos a sus padres y hermanos. Sin embargo, un extraño desasosiego se fue apoderando de él, ya que al levantarse cada mañana tenía la sensación de que una mujer se había introducido en su lecho, llegando a pensar que su anfitriona podría estar ocultándose bajo un disfraz de animal, teniendo otra naturaleza muy distinta, aunque no se atrevió a preguntárselo.

Cada día que pasaba dentro de aquella fortaleza, aumentaba su deseo de volver a estar con su familia y la dueña del castillo no tardó mucho en darse cuenta:


—No me gusta verte tan triste mi adorable Dallan.

—Quiero volver a estar con los míos, no sabes cuánto me acuerdo de ellos.

—¡Me imaginé que este día iba a llegar! No te preocupes porque te permitiré volver, pero antes debes prometerme que no hablarás a solas con la que supones es tu madre. Te advierto que es capaz de destruir nuestra relación y sería imposible que volviésemos a vernos.

—¿Por qué dudas de que es mi madre... qué sabes al respecto?

—No puedo contártelo, es un secreto.

—De acuerdo, seré muy cuidadosa, te lo aseguro.


El hada le acompañó hasta la choza de sus padres, que ahora era una mansión. La abundancia parecía sonreír a la familia, por lo que celebraron la visita con una fiesta.

La «madre» insistía en hablar con el muchacho a solas, pero él la evitaba hasta que no pudo esquivarla y le confesó sus desvelos sobre aquella presencia femenina que le acompañaba en su lecho.

—Toma este saquito de piedras preciosas y escóndelo debajo de tu almohada para que puedas descubrir su auténtico rostro cuando notes su presencia.


De regreso al castillo cumplió lo acordado con su «madre» y cuando estuvo seguro de que su misteriosa acompañante ya estaba dormida, guiado por la luz de la luna que iluminaba el lecho, contempló ensimismado que se trataba de una atractiva hada con una larga melena de rizos dorados y unos labios de sabrosas cerezas. En ese instante cayó rendido a su encanto, dándole un beso en la boca, lo que hizo que ella se despertase, taladrándole con sus chispeantes ojos verdes y manteniendo los párpados tensos.


—¡Me has traicionado! ¿Por qué hablaste con tu madrastra?... Fue mi niñera, sabía que nos enamoraríamos y me lanzó un conjuro. Ahora seremos desgraciados para siempre, y la desolación hizo que de sus lágrimas surgiera un manantial, cuya corriente los condujo hasta el País de las Hadas donde vivieron felices y vomitaron perdices.

*




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