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El secreto olvidado -Menta- (R)

Según el calendario elaborado por mis hermanas, en el cual no participé porque como era la hermana pequeña no contaban conmigo casi nunca, me tocaba ir a cuidar a mi madre las próximas Navidades. Cuando llegué a la casa la encontré dormitando en un sillón en el cuarto de estar. No me oyó entrar. Me acerqué y aproveché para besarla y acariciar su cara suavemente. Se hizo la dormida durante un rato, pero noté que estaba despierta y que aquellos mimos le gustaban mucho. El señor Alzheimer le hacía pocos arrumacos últimamente. Después de un rato se puso de pie y me llevó de la mano al jardín. Estuvimos paseando en círculos alrededor de los árboles. De vez en cuando me miraba y sonreía, y yo le devolvía la sonrisa. Emocionada, le dije en susurros: —Te quiero tanto… Cuando estoy lejos te recuerdo vestida de fiesta del brazo de papá, y entonces me viene el aroma intenso de alguno de los perfumes que guardabas para estas ocasiones… Te veo tan joven, tan bonita… Mamá, ¿sabes que eres mi madre preferida? Sonrió como si hubiera entendido mi broma mientras volvíamos a casa. Entramos otra vez en la salita. Se dirigió directamente a la librería y tiró con fuerza de uno de los cajones del mueble. Se quedó con el cajón en la mano y el contenido se esparció por encima de la alfombra. Me agaché a recoger todo aquello, y entre papeles y cuadernos garabateados encontré muchas fotos. Intenté ordenarlas como si de unas cartas de baraja se trataran, pero los bordes deteriorados me lo impidieron. Desistí del orden y llené el cajón con todos los objetos del suelo. Me senté en el sofá junto a mi madre y le empecé a enseñar las fotografías. Le decía el nombre y apellido de todas las personas que aparecían; ella asentía con la cabeza y me miraba para que siguiera hablando de aquellas figuras que habían tenido un lugar en su vida y que ahora estaban congeladas en una cartulina. La mayoría de las historias las inventaba sin temor porque no me podía rectificar; su pasado no existía. En cambio, yo sabía que vivía en un presente continuo donde era feliz si le hablabas con dulzura, si la besabas, si le cogías las manos y le declarabas tu amor mientras la mirabas. Ya solo reaccionaba al lenguaje de las emociones; su corazón estaba todavía vivo. Di la vuelta a una foto que estaba boca abajo y apareció mi hija Paula sentada encima de un pequeño elefante con cara de felicidad. Le enseñé la foto y le expliqué: —Cuando Paulita tenía unos ocho años fuimos al circo y quiso fotografiarse con este elefante. A nosotros nos pareció una tontería carísima y le dijimos que no. Negoció y nos pidió un préstamo que nos devolvería con el dinero que le ibas a mandar por su cumpleaños. Después te la mandó para que supieras que había hecho un buen uso de tu regalo. Entre todo el montón de imágenes rebuscó y cogió una en blanco y negro. La estuvo contemplando un rato, y cuando la miré me di cuenta que tenía los ojos llorosos. Se la quité con cuidado. Quería ver lo que le había provocado tanta emoción: estábamos las dos en la calle cogidas de la mano muy cerca del portal de casa. Yo debía de tener unos cinco años, llevaba dos trenzas y miraba fijamente al fotógrafo mientras le sonreía. Observé la figura de mi madre. Ella no reía. Su semblante era triste. ¡Estaba embarazada por lo menos de ocho meses! Noté un dolor insoportable en el abdomen, como la picadura de un insecto con un aguijón. —¡Mamá, estabas embarazada! ¿Qué paso con el bebé? ¿Cuándo nació? Se acomodó entre los cojines, cerró los ojos y no me pudo contestar. Inmediatamente llamé a mi hermana la mayor; estaba conmocionada por lo que había visto y por esta historia familiar que desconocía. Cuando se puso al teléfono, le conté lo ocurrido con mi madre. Se quedó callada. Yo insistí una y otra vez. Ella dio por terminada nuestra conversación, con esta frase: —Como siempre decía mamá: “Que se queme la casa pero que no se vea el humo” Y colgó.

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