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El temor de la urraca - Apuntador Mudo (R)

La urraca planeaba luchando con el viento para posarse en el monte pelado de árboles. Entre pastos duros y maleza reseca tomó tierra, buscando entre las zarzas su sustento. Hasta que levantó el vuelo entre graznidos sin saber de qué huía. En tiempos inmemoriales, allí, cubría el monte un abominable bosque. Desde su corazón un arroyo, conocido como el Aguino, atravesaba serpenteante la floresta encantada. En algún recodo un resplandor surgía y tras un movimiento furtivo, una criatura verde y gris de torvo aspecto, cubierta de viscosas excrecencias, continuaba su ronda sonriendo bajo los árboles. Abrigo y secular morada de estos oscuros seres.

Al llegar a un claro se agachó ágil como una garduña, unos amarillos dientes de león con los tallos doblados siseaban estrofas de dolor y angustia. Sus dedos nudosos acariciaron la flor y les susurró en una lengua antigua. Abrió una pequeña bolsita hecha con hojas y filamentos de helecho, y cogiendo un pellizco de tierra, roció las plantas mientras dibujaba un triángulo en el aire, transformando el polvo en motas azules brillantes que revitalizaron las plantas. Quedando cubiertas de un aura cobalto que permaneció varios minutos propagando un aroma a menta.

Continuó avanzando por raíces retorcidas y enmohecidos peñascos con la ayuda de su vara con forma de desfigurada cuchara. Las ardillas dejaron de comer asombradas, pues al atravesar la bruma dejaba jirones flotando. Unos chasquidos y crujidos lo detuvieron.

—¿Qué ocurre? —dijo. El aire no se movía, sofocante y sombrío. Un añoso olmo se dobló sobre él, susurrando y meciéndose. —¡Cómo! ¿otra vez los humanos? —exclamó contrariado—. ¿Qué hacen? Varios castaños se inclinaron y comenzaron a cimbrear sus ramas acusadoras señalando al Norte. Un sonido siniestro inundó el aire hasta el techo del bosque. —Otra vez con los hachas de bronce, ¿no les basta la madera muerta? —susurró e inició la marcha. Sopló su cuerno de hojas de arce mientras avanzaba, un gemido horrible le precedió en su camino.

En las ruinas de una morada de piedra, construida por gente maldita, se detuvo bajo unas hayas centenarias vestidas por líquenes, y preguntó con la mano en su puntiaguda oreja. —¿Dónde? —ruidos, gruñidos salieron de las copas inclinadas, iniciando sus pasos de nuevo. Al superar un barranco, los golpes y la madera crujiendo le hizo arrugar la boca, el siseo de las madreselvas amortajaba el sonido.

Bajó el último tramo sabedor de que era invisible. En la linde había dos humanos, uno de ellos talaba un majestuoso arce con un gran hacha de bronce. Las ramas vibraban con cada golpe, y las hojas rojas espesaban el aire en su caída.

Hizo girar la vara sobre su cabeza mientras susurraba un canto siniestro. Golpeando la vara contra el suelo al finalizar la última estrofa. Un trueno y el viento inclemente arremolinaron las nubes sobre ellos. Avanzó hacia los humanos que miraban temerosos las nubes. Puso la vara entre ellos y el árbol. El leñador descargó otro golpe sobre el arce. Un rictus cambió su cara por el dolor en los brazos, el hacha se había caído al suelo. Se acercó su joven compañero y comprobó el filo con el dedo. «¡Qué extraño, está totalmente romo!»

El más robusto cogió el nuevo hacha que les dio el forjador. Tenía la hoja negra. La sopesó en sus manos «¿Qué nombre le ha puesto el artesano?», preguntó al joven. «Hacha de hierro», respondió. «¡Veamos lo que vale!», gritó descargando el golpe.

La sonrisa de la criatura se quebró con el sonido del impacto. Sus cejas se elevaron empujadas por sus ojos. El hacha había ahondado la herida del arce rompiendo su vara. El leñador volvió a levantar el arma. El ser se interpuso. La hoja negra lo clavó al arce. La criatura abrió la boca para coger aire. Levantó los dos extremos de la vara mientras sujetaba el hacha. Susurró palabras ya olvidadas que se convirtieron en un gemido. Clavó los extremos de su vara en la herida que lo atravesaba y una fulguración turquesa ascendió hasta las nubes dispersandose como mariposas salvajes.

Comenzó a llover, el leñador miraba al cielo con el mango roto en las manos. La lluvia arreciaba, los humanos atemorizados se alejaron de vuelta a sus hogares. —Espero que haya valido la pena —murmuró la criatura, desvaneciéndose en una nube de semillas turquesa, que se esparcieron alrededor. El metal desapareció bajo la corteza. Hierba salvaje y cañas brotaron alrededor del arce, dejando de ser reconocible para todos los humanos.

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