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El tesoro de los Musgrove - Laura - (R)-B


Las huellas en el césped ya se habían perdido, sin embargo, decidí probar suerte. La policía, con su habitual eficiencia, no había logrado encontrar una simple camarera, pero yo tenía algunas ideas al respecto.

Me despedí de Watson con la excusa de estirar las piernas y fui al poblado. Era pequeño y prolijo, con la iglesia ebúrnea dominando el paisaje. Una amplia avenida lo atravesaba. Las casas, modestas pero prolijas, daban el aspecto de postal de vacaciones.

Pronto encontré la posada y posta de carruajes, frente a la estación de trenes. Entré. Una mujer, probablemente la dueña del lugar, estaba ocupada en cotillear sobre lo sucedido en Hurlstone.

—Pobrecilla Rachel. ¡Desaparecida! Yo me hubiera jurado que estaba junto a Brunton, pero… —y dejó la frase en silencio al verme. Por lo visto, las novedades volaban.

Solicité una jarra de vino y algo para comer. Cuando se marchó para preparar la comida, di la vuelta al registro de huéspedes.

—¿De casualidad el señor Willis ha estado por aquí? —Me intrigaba una firma.

La posadera me miró con suspicacia. Puse mi mejor cara de estar esperando a un amigo y la invité a la mesa. No dudó en aceptar.

—Estuvo aquí hace un par de días.

—¿Tal vez podría recordar su apariencia? Hace unos años que lo no veo, pero era un muchacho delgado y vivaz.

—Pues sigue siéndolo —le completé el jarro, que parecía haberse vaciado por arte de magia. Al verlo, sus ojitos resplandecieron. —No parecía estar esperando a nadie, señor…

La suspicacia se había despertado con el alcohol.

—Señor Morris. Soy su tío, necesito hacerle entrega de unos documentos para que entre en posesión de su herencia. Tal vez el muchacho esté algo confundido, y haya equivocado el lugar de la cita… o tal vez el telegrama no le llegó a tiempo.

Ante la mención de la herencia, la mujer se mostró interesada.

—Si alguien pudiese darme algún dato sobre su destino, mi sobrino le quedaría muy agradecido. No debe pasar de diez días para entrar en posesión de lo que le corresponde, cualquier ayuda sería tenida en muy alta estima.

La miraba fijamente. Ella calculaba. Miraba mi atuendo. Afortunadamente ese día había elegido un sobrio pero elegante traje de Saville Row. En el meñique me había puesto el anillo de sello de mi universidad. Toda mi persona destilaba dignidad.

No hablé más, no era necesario. Miré por la ventana. Ella necesitaba su tiempo. Casi podía ver el análisis de posibilidades que realizaba. Por fin, se decidió. No tenía nada que perder, y tal vez, algo ganaba.

—Se marchó a primera hora del martes, en el tren que va a Southampton.

Pensaba huir hacia el continente, saliendo por el puerto más grande.

Llegué a Southampton por la tarde. Me dirigí al puerto. El San Jorge estaba pronto a partir. Fue un golpe de suerte que el viento haya demorado su salida.

Compré un billete y subí con la noche encima mío. Recorrí la cubierta en busca. Podía ser cualquier persona. Lo único que no podría disimular sería la tez firme, la altura media y el talle delgado.

Di enseguida con ella. Seguía vestida de hombre, concordé con ella. Es más disimulado un hombre que una mujer para realizar un viaje sin compañía.

Toda su ropa era demasiado nueva. Un sombrero le cubría gran parte de los ojos, y ocultaba sus manos con guantes de cuero. No tardé en descubrir cual era su camarote.

Me fui a descansar un rato. A las cuatro me pondría en actividad.

Fui al que me interesaba. Golpeé discretamente. Una voz femenina disfrazada me respondió.

—¿Si?

—Necesito entrar.

—¿Quién es?

—Eso no importa, sé quien es usted.

—Váyase o llamaré a la guardia.

—¿Está segura, Rachel Howells?

Abrió la puerta con cautela. Se había sujeto el cabello. La ropa de dormir no podía ocultar su identidad. Sonreí. Interpuse mi bastón y entré.

Encontré el resto del tesoro, que no era precisamente de Juan I. Daba para una vida acomodada. Una vez que arreglamos las cuentas, nos dedicamos a disfrutar el paseo, aunque siempre dormí en mi camarote. Es una buena chica, pero no la hagas enojar porque puedes perder mucho más que unas monedas. Y si no me creen, pregunten a Brunton, el mayordomo de los Musgrove, cuando lo vean.

En fin. Ella siguió su viaje, con algo de dinero para empezar una nueva vida en el continente. ¿Y yo? Me quedaron unos miles de libras esterlinas. ¿Quién dijo que el crimen no paga?

*




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