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El valle de las flores (B) - Alberto Carballo - (R)


Por cada persona que nacía en el Valle de las Flores, una planta brotaba. Durante la vida, cada uno cuidaba de su planta para que floreciera. Los más esforzados conseguían las flores más lozanas y los más negligentes las más mustias.


La planta de Ayar ya había florecido, mostrando coloridos pétalos. Pero no era suficiente. Otros tenían flores con formas y colores que deseaba para su propia flor. Así había sido siempre. Cuando su planta era un retoño, deseaba una a punto de florecer. Ahora que contaba con una bella flor, anhelaba aquellas más exuberantes que la suya.


Un día, se fijó en una mujer cuya planta acababa de perder un pétalo e invocaba entre lamentos los tiempos en los que su flor rebosaba vigor. Observó cómo un hombre teñía ansioso los desvaídos pétalos de la suya con colores vívidos. Por último, se fijó en una anciana que, llorando, se despedía de su planta. Estaba seca y su pistilo ya sin pétalos rozaba el suelo del que había surgido.


Y así, Ayar conoció el miedo. Quería evitar que su planta llegara a ese estado. Cogió sus escasas pertenencias y partió en busca de respuestas. Cruzó el único puente que sorteaba el río que cercaba el valle y fue a las montañas, donde habitaba una poderosa reina.


—¡Oh, gran reina! Necesito que a mi planta nunca le falten nutrientes.


La reina recogió tierra de su jardín con la cáscara de una nuez y la cerró, atando las dos mitades con un mechón de su cabello.


—Si entierras esto junto a tu planta, tendrá nutrientes durante siglos. Pero tiene un precio.


—Solo poseo mis pertenencias, mi tiempo y mi energía.


De este modo, Ayar entregó sus pertenencias. Insatisfecho, viajó hasta la cueva más profunda, donde moraba un sabio ermitaño junto a un silencioso lago.


—¡Oh, gran sabio! Necesito que mi planta nunca se seque.


El ermitaño sumergió un cántaro en el agua del lago.


—Si usas este cántaro, nunca dejará de verter agua. Pero tiene un precio.


—Solo poseo mi tiempo y mi energía.


Así, Ayar entregó su tiempo. Como no era suficiente, caminó hasta los acantilados situados en el extremo del mundo, donde vagaba un hombre que evitaba a la muerte.


—¡Oh, astuto señor! Necesito que mi planta no conozca la oscuridad.


Aquel hombre extendió la mano y del cielo cayó una moneda dorada.


—Si colocas esto frente a tu planta, se verá bañada por la luz del sol aunque reine la noche. Pero tiene un precio.


—Solo poseo mi energía.


Fue así como Ayar entregó su energía. “Todo con tal de que mi planta no muera”, pensó.


Emprendió el camino de vuelta. Sin embargo, al llegar al puente, vio las cuerdas cortadas y el puente caído. Un anciano se encontraba sentado junto a la orilla con un cuchillo en su regazo. Ayar se lamentó, ya que ese puente era la única forma que conocía de regresar.


—Hay otro camino —dijo el viejo—. Es largo, pero encontrarás la solución definitiva a tu problema.


Ayar, sin pertenencias, ni tiempo, ni energía, replicó que no tendría con qué pagar, pues todas las cosas valiosas tenían un precio.


—No necesitas pagarlo —contestó, señalando el inicio de la senda—. Y, sin embargo, lo perderás todo. Simplemente observa y acudirá a ti.


Sin entenderlo del todo, Ayar echó a andar.


Una mañana, una ardilla le robó la nuez. Se enfadó con la naturaleza caprichosa, pero aceptó que había desaparecido y continuó.


Un atardecer, tropezó y el cántaro se rompió en pedazos. Se lamentó de su propia torpeza, pero entendió que no podría rehacerlo y prosiguió.


Una noche, unos forajidos le robaron la moneda de oro. Clamó ante la maldad de otros hombres, pero comprendió que nunca la recuperaría. Ya no podría frenar la muerte de su flor. No podía perder nada más.

Sin embargo, tras caminar durante años perdió sus deseos, sus creencias y hasta su nombre. Todo quedó atrás. Lo aceptó.


Y así, Ayar regresó a su aldea siendo Nadie. Caminó hasta su flor y, simplemente, la observó. Entonces, descubrió que no la había visto realmente hasta ese momento. Percibió la eternidad contenida en aquel instante, en aquella flor... y se rio del pobre Ayar, que viajó hasta el fin del mundo buscando lo que siempre tuvo delante de sus narices. Comprendió que aquel anciano le había dado el mejor de los regalos.


Un día, mientras contemplaba su flor, un pétalo se desprendió y cayó al suelo. Ayar, que era Nadie, sonrió.


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