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EL ÚLTIMO HEREJE - Labajos- (R)


Mi amigo Cayetano Ripoll aguardaba encerrado en la prisión de san Narciso a que se cumpliese la barbaridad…


–¿Quién nos lo iba a decir, Gaietà? Tanto como hemos sufrido por la patria, mientras otros que presumen de adalides aprovechan para desprenderse de ella como gotas de un alero. No hace mucho ganamos a los franceses una guerra. ¡Hubiese sido mejor perderla!, eso nos costó acabar presos en Francia.


–No todo es malo Eugeni –me decías mientras nuestro tiempo discurría entre esos muros de piedra–. Estas fatigas nos han servido para conocernos a nosotros mismos y profundizar en nuestras creencias, tanto religiosas como sociales.


Cayetano Ripoll fue influido en Francia por cuáqueros y otras filosofías, que derribaron algunos muros que la oscura España eleva desde siempre en la mente de sus habitantes. Abrazó el deísmo, consideraba que Dios no podía estar vanamente preocupado por las pequeñeces humanas. Eso le costaría la vida: los interpretes de ese dios soberbio no pudieron perdonar su ingenuidad.


De regreso a España, finalizada la contienda, dejó la carrera militar para emprender la de maestro destinado a una pobre barraca en Ruzafa, en las afueras de Valencia. Enseñaba a leer, escribir, sumar y ser buenos a chavales con más mocos que zapatos. Esto cuadraba más con sus principios librepensadores.


–Volviste de la prisión francesa más sabio, pero sin oro. Con ideas que aquí resultan peligrosas. Las cotillas meapilas, de bondadosa hipocresía, no tardaron en ir con el cuento al párroco y este al despiadado arzobispo Simón López.


Los acontecimientos en España marcaron el destino de Cayetano. Una vez en el trono, el rey “Deseado” no tardó en convertirse en Fernando VII “el Felón”. El indeseable Borbón, derogó la constitución de Cádiz que Riego le había hecho acatar. Eso le costó al general la vida por ahorcamiento y posterior decapitación, tal era la saña real.


–Mira Gaietà que las cosas están muy feas, que han vuelto a instaurar la Inquisición, con otro nombre… pero Inquisición al fin y al cabo.


–Tonterías –respondiste–. Estamos en pleno siglo XIX, las supersticiones terminarán por ser cosa del pasado. Se está imponiendo la industria, la máquina de vapor, el ferrocarril. Son tiempos evolucionados… ¿Qué asno se va a poner hoy a quemar brujas? ¡Es ridículo! Además, sólo soy un simple maestro.


No se imaginaba el buenazo de Cayetano Ripoll que en la oscurantista ‘piel de toro’ lad primeras víctimas de los retrógrados son precisamente los maestros.


–Si al menos hubieses guardado la abstinencia los viernes, o interrumpido la clase al paso del viático… o con motivo del ángelus…


–Pero… ¡Qué memeces!, ¡Dios no tiene nada que ver con comer carne!, ni está en un trozo de pan. Dios está en todas partes: en el agua que bebemos, el aire que respiramos, en la abeja que hace la miel, en la sonrisa de una madre que, como todas las madres, no es virgen ni lo necesita. –Así pensaba y así se expresaba Ripoll.


–Si al menos te retractases…


–¿De qué me tengo que retractar?... ¿De que Dios esté en todas partes? ¿De que las madres paran sus hijos? ¡Es absurdo!


–Absurdo pero necesario.


–No tengo nada que rectificar.


En octubre de 1824 fue detenido y conducido a la cárcel inquisitorial de San Narciso de Valencia.


El 30 de julio de 1826, víspera de la fecha elegida por un anacrónico auto de fe para la ejecución de mi amigo, una insoportable comezón me impidió dormir.


–¡Al hereje!, ¡muerte al impío! –Los gritos de odio se sucedían, todo tipo de inmundicias eran arrojadas contra Cayetano Ripoll. Corrí por la calle de los Caballeros hasta la plaza del Mercado, una multitud envilecida por la ignorancia se dirigía hacia ese lugar impaciente por presenciar tan espeluznante espectáculo, algunos vendedores ofrecían frutas y chucherías. Era como haber retrocedido un siglo en el tiempo.


A empujones llegué a la plaza, la algarabía cesó unos instantes, pero a continuación un bramido popular rompió el silencio.


–¡Gaetà…! –A través de mis lágrimas alcancé a ver el cuerpo ahorcado de Ripoll, cayó en un ridículo tonel decorado con llamas pintadas, como si de una falla se tratase. Las autoridades, conscientes de lo inadecuado que hubiese sido una ejecución en la hoguera, destinada a los herejes, optaron por esa fórmula simbólica, que añadió un ingrediente grotesco al salvaje crimen.


Hoy una placa en el mercado de Ruzafa rinde homenaje a la última víctima de la Inquisición, institución que no fue abolida hasta el 15 de julio de 1834.

*




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