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Escalones al aire - Amadeo- (R)


Gaspar, un hombre de setenta y un años, viudo, con un hijo en el extranjero —sin verlo desde que emigrara e igual a su único nieto—, en pleno verano descansaba recostado en su reposera admirando las estrellas desde su jardín, a la vera de un añoso abedul que él mismo plantara. Imaginaba su corto futuro y recordaba lo ya vivido: sus luchas, sus amores y tantas aventuras en que él feliz, había participado. Cada noche calurosa y relajado concluía: «No la pasé tan mal… Repetiría la mayoría de los días».

Recuperado, luego del trajinar de esa tarde llevando el teclado de la computadora a reparar, para así enviarle el mail prometido a su nieto, Gaspar soñoliento, se sentó y miró su reloj: 21 minutos pasada la medianoche.

De pronto las estrellas se escondieron atrás de nubarrones negros. El jardín se oscureció y la brisa cansina, seguía tibia. Gaspar estaba por levantarse para ingresar al chalet, cuando escuchó una voz invitadora. Sabía que estaba solo, pero prestó mayor atención y desde las alturas le hablaron:

—Ven, acompáñame —lo invitaba aquella voz dulce y transparente—. Vamos, te lo mereces —insistía.

—¿A dónde vamos? —preguntó Gaspar sin razonarlo.

Ante la falta de respuesta, se paró y avanzó hasta el primer escalón de vidrio que había descubierto a pasos de la reposera. Miró a su alrededor en busca del invitador. Temeroso, no avanzó: necesitaba garantías.

—Sube. Pisa el primer escalón de aire… no son de vidrio. No necesitarás tu bastón. No corres peligro, ni te cansarás. Vamos, lo mereces —reiteró la voz ahora cercana y confiable.

Fueron cientos o miles o cientos de miles los peldaños que subía Gaspar sin agitarse, acompañado por la voz que lo alentaba, pero sin respuestas a las dudas planteadas. Notó que los escalones ya pisados, desaparecían. Expectante en lo por venir, se sentía flotar en el aire. Siguió trepando con naturalidad y finalmente llego hasta una enorme puerta de maderas de raíces de nogales que, de par en par se abrió ante su presencia.

En la oscuridad reinante, muy similar a la de su jardín cuando esa noche desaparecieran las estrellas, Gaspar vio a su reposera desplegada esperándolo. Sonriente miró la hora: 22:16 minutos. Se acercó al abedul añoso y volvió a recostarse, igual que las noches pasadas. Las estrellas brillaban y con sus titileos parecían saludarlo.

Relajado, su mente permanecía en los recuerdos del día: «¡Cuánto trabajo! Estoy agotado… La discusión en el bar con mis amigos resultó una copia de las anteriores, ninguno cedió en defender a su equipo de fútbol… pero seguimos amigos… ¡Nos conocemos tanto! Estuve muy ocupado en limpiar la casa y lavar los platos de una semana… no puedo ni quiero lavarlos cada día… eso antes lo hacía mi amor... ahora está en el cielo, en paz. Si ese técnico no arregla el teclado, le haré cantar la verdad y nunca más lo recomendaré. Ahh… tengo que trasplantar los plantines del almácigo antes que sea tarde…».

Sus pensamientos se interrumpieron al ver que las estrellas eran cubiertas por nubarrones deformes con intenciones de ocultarlas. «Es hora de ir a dormir», se dijo murmurando, justo cuando escuchó una voz agradable que lo exhortaba:

—Acompáñame, como tantas otras veces ya lo intentamos. Vamos, nos lo merecemos —decía la voz sin titubeos, con dulzura.

—¿A dónde vamos? —preguntó Gaspar decidido a aceptar.

La oscuridad atenuada por la luz de las últimas estrellas visibles, no le impidieron confirmar que el silencio era total. Esperó en vano la respuesta y parado al lado del abedul, Gaspar comenzó a dirigirse para entrar a su chalet, cuando descubrió una escalera de vidrio y curioso cómo era, trepó al primer escalón y se detuvo.

—Sube, por favor. Pisa los escalones de aire… no son de vidrio. No se rompen. Te espero al final. Merecemos el reencuentro —explicaba esa voz amigable.

Gaspar ascendía escalón por escalón sin esfuerzos, con naturalidad y finalmente llego a su chalet, entró y cerró la puerta con llave. El reloj de pared indicaba: 21 minutos pasada la medianoche. La soledad era la reina. En el dormitorio, ya acostado comenzó a lloriquear al visualizar, como tantas otras noches, la imagen de su esposa fallecida hacía once años.

*





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