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ESE MONSTRUO QUE TE ATORMENTA - ISAN



Dicen que todos tenemos un punto de locura que en algún momento se manifiesta y rige nuestra voluntad. Para Juan esta expresión más que un dicho constituía una certeza. Lo sabía y lo sufría.


No sabía en qué momento empezó todo. Pensaba que, tal vez, fue una herencia recibida o un virus que penetra en los entresijos de la mente y se multiplica de manera progresiva. Había llegado a un grado de ofuscamiento tal, que estaba obsesionado con que la causa pudiera provenir de un ente venido de un universo paralelo. Juan vivía con él muy a su pesar acrecentando su carácter de natural cohibido y asustadizo, aunque la naturaleza, le decían, no engendra este tipo de personas, simplemente las predispone. Lo cierto es que lo llevaba tan interiorizado, que ya formaba parte de su propia esencia.


Sentía un espanto cerval hacia un algo que no conocía, pero estaba convencido de su maldad ya que, allá por donde fuera, siempre le seguía con pertinaz obsesión, sin despegarse un instante de él, adoptando diversas formas y tamaños, aunque ocultando detalles de su fisonomía que pudieran personalizarle o por los que se pudiera atisbar una mínima traza de humanidad.


Así que, todos los días, en un vano y desesperado intento, su mente corría y corría cada vez más deprisa huyendo de todo, de todos y de sí mismo en un combate tan desigual como absurdo. Esta huida hacia adelante sin sentido, lo estaba acercando inexorablemente hacia su propio abismo. A pesar de que corriera, jamás lograba su objetivo de separarse de esa entelequia. Por mucho que le increpara, nunca le decía cuáles eran sus aviesas intenciones, porque intuía que alguien de esa calaña esquiva solo podía tener un instinto dañino.


Al atardecer, Juan caía exhausto. Solo en el sueño podía apartarse de este espantajo sin rostro y sin alma o, al menos, tan negra como lo que mostraba.

Al día siguiente, ya nacido el día, despertaba y veía con pavor que su pesadilla no se había despegado de su lado y, nuevamente, emprendía una alocada carrera a ninguna parte, aún encerrado en el cuadrado opresor de su habitación, con el vano propósito de dejarla atrás y encontrar ese lugar recóndito donde vivir en paz, lo que se había convertido en una obsesión que con tenaz persistencia invadía su mente, nublaba su razón y anulaba su voluntad.


La historia de su existencia se había construido en una interminable sucesión de despropósitos que parecían no tener fin. Las circunstancias que rodearon su vida le habían condicionado, pero sin terminar de ser determinantes, pero llegó un momento en el que su naturaleza despertó como una flor de primavera el instinto de supervivencia que permanecía aletargado y se reveló contra su destino. El tiempo y la costumbre hicieron que, poco a poco, Juan se fuera familiarizando con aquella presencia. Un día se dio cuenta de que, quizás, él podía actuar con astucia y que valía la pena intentarlo. Porque, se preguntó: «¿quién es ese ser sin rostro, sin formas definidas, sin voz y sin voluntad que tanto me estremece, que se limita a seguirme allá por donde voy?». Este momento de lucidez le abrió la posibilidad de tomar las riendas de su destino sin huir como siempre lo había hecho, sino enfrentándose en un cara a cara. Comenzó por ir marcando los tiempos: ahora voy deprisa, ahora me paro. Y el espectro le obedecía cual sumiso servidor. Luego fue ordenando su colocación, incluso se atrevía a increparle sin recibir el menor signo de reproche.


Tanto se familiarizó con este juego que, paulatinamente, dejó de espantarle. La obsesión se convirtió en curiosidad, superando su laberinto interior de dudas y debilidades. El terrible dragón resultó una diminuta lagartija. Pronto se olvidó de buscar ese lugar desconocido y, a buen seguro, inexistente que le liberara cuerpo y mente. Y otro día dejó de correr. Esa noche no estaba cansado.


A la luz de las estrellas quiso jugar con sus obsesiones, pero éstas habían desaparecido.

***




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