Esperanza del Mar (B) - Isabel Caballero
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Me gusta navegar. Esta vez zarpo solo y sin cañas preparadas para pescar en el “Esperanza del Mar”, un rimbombante título para una pequeña embarcación de 5,99 m. de eslora y 2,14 de manga. En la oficina del muelle deportivo no he dado razón de mi salida, por fortuna el guarda roncaba como un bendito metido en su garita.
No miro hacia atrás, ya contemplaré dentro de un rato el amanecer con mi único ojo de cíclope.
Mientras navego, recuerdo la conversación de la noche anterior con mi mujer. Me enseñó unas sábanas estampadas con dibujos escarlatas y morados.
—Por lo visto están de moda los colores vivos, ¿a qué son bonitas?
—Muy bonitas, cariño —respondí solícito.
A mí no me puede engañar, es descorazonador ver la almohada manchada porque otra vena ha reventado o se ha abierto de nuevo la herida que supura. Ella siempre intenta respirar como si no pasara nada, es una capitana negándose a abandonar su aciago buque.
Enfilo el sur con el ronroneo del fueraborda a mi espalda. Amanece. Llevo unas cervecitas frescas “pal camino”. Debajo del sombrero y de las gafas de sol escondo mi cara; las facciones menguadas de un ser humano.
A 12 millas de la costa sitúo la embarcación sobre las rocas que indica la sonda. Me tiro al mar y agujereo el casco de fibra. Lo hago de manera irregular con una piedra picuda, escondida en mi bolsa, que luego lanzo lejos para que el seguro no sospeche de la artimaña. Un rato antes arrojé por la borda la nevera, no fuera que me sintiera tentado a agarrarme a ella. También el chaleco, las bengalas, la radio portátil y la bocina anti niebla.
La embarcación empieza a escorar, apuro la cerveza y doy golpecitos con las palmas de las manos sobre las amuras de estribor al compás de una vieja canción que tarareo: pan-pan, pan-pan, pan-pan... Nunca tuve sentido del ritmo. Me doy cuenta de que, de manera inconsciente, he palmeado la llamada de tres repeticiones que se utiliza para indicar que hay una emergencia a bordo.
El casco está casi vertical y el mar algo rizado. Ya queda poco para… ¡Jodida suerte la mía! La barca debe haberse atorado a la roca y levantada la parte agujereada, ni se hunde, ni se mueve.
Casi enseguida escucho el sonido sordo de un motor antes de ver asomar por el horizonte un barco que se acerca a toda velocidad. Es la patrullera de Salvamento marítimo, su color naranja refulge y brilla bajo el sol incipiente. Auxilian y remolcan mi maltrecha barca hasta el muelle más cercano. ¡En fin!, otra vez será.
Después de auxiliarme y subirme a bordo de la patrullera, uno de los guardias civiles se dirige a mí con un tono imperativo, mientras otro, más solícito, me cubre con una manta isotérmica. Parezco un rey empapado con una capa plateada sobre mis hombros.
—¡A ver, documentación! —ordena el de mayor rango.
Le indico que están en la mochila roja que han rescatado.
De ella saca, con guantes, todo su contenido enumerando los objetos en voz alta, para que el otro amable compañero apunte en su cuaderno.
—Una cámara antigua y dos carretes de fotos.
—Una cámara y… —repite el apuntador.
—Las fundas de…
—De mis gafas de sol, seguramente se me cayeron al mar —intervengo.
—Una funda vacía de unas gafas de sol que dice el rescatado haber extraviado.
—No se me extraviaron, seguramente se cayeron cuando…
—Apunta una funda y punto.
—Una funda.
—Un reproductor MP3 con auriculares.
—Un MP3 y auriculares.
Estamos a punto de salir para el aeropuerto, iremos al Instituto de Oncología de Navarra, por lo visto un referente en Europa. Como siempre, me dejo convencer, cualquiera le dice que no a mi mujer, tan segura e inamovible cuando emprende una nueva cruzada, parece un ángel de flamígera espada espantando la desesperanza.
Del buzón recojo dos avisos del Juzgado Marítimo y de Capitanía Marítima. Me reclaman gastos por auxilio y remolque, más una cuantiosa multa por navegar en estado de embriaguez y a más millas de las que corresponden; por carecer del título P.N.B. (Patrón de Navegación Básica); y además, por caducidad del certificado de navegabilidad obligatorio para embarcaciones de recreo, de acuerdo todo ello con el Real Decreto 607/99 B.O.E. Nº 103 de 01-07-99
—¿Por qué sonríes? —pregunta mi mujer. Es la única persona en todo mi universo que sabe distinguir, en lo que resta de mi maltrecho rostro, una sonrisa de una mueca.