«Caminando en lÃnea recta, no puede uno llegar muy lejos», leà en el libro El principito. Pero no siempre fue asÃ. Lo confirmé durante mi primera excursión por valles y bosques de mà paÃs. Éramos jovencitos: yo y mi amigo Rodolfo tenÃamos dieciséis años y, creyéndonos valientes, fuimos a recorrer paisajes magnÃficos. Nos suponÃamos expertos, aun con elementos precarios, algunos inservibles, pero que igual nos entusiasmaban. HabÃamos olvidado las cantimploras. La brújula funcionaba cuando querÃa. Linternas no, pues regresarÃamos en el dÃa.
AmanecÃa cuando bajamos del autobús con nuestras mochilas al hombro. Nos miramos satisfechos y emprendimos la marcha por un camino de tierra, parejo y con buenas banquinas. Nos impresionó la rectitud de la ruta hacia el horizonte lejano, con el cielo tan distante y de un color celeste que auguraba nuestro éxito.
—No llegaremos nunca al final de este camino —dijo Rodolfo, agitado, a la hora de haber bajado del bus.
—Es y será muy aburrido seguir asÃ. Mejor busquemos un senderito que nos lleve a un bosque con monos y animales feroces —respondà sonriente.
—Sigamos hasta allá, donde creo cruza otra ruta —dijo y señaló a la distancia informe.
Fuimos. Contemplábamos las llanuras y los pastizales que nos acompañaban. Cada uno, pensaba en lo que vendrÃa, en las arboledas, las lianas, los pájaros cantores y liebres entre nuestros pies. Asà habÃa sucedido en la pelÃcula que habÃamos visto la semana anterior y nos entusiasmara tanto.
Por fin llegamos a la bifurcación inexistente e imaginada por mi amigo: solo era otro tramo largo… recto que rozarÃa, a nuestra izquierda, con un pequeño bosquecillo lejano. El dÃa continuaba fresco, aunque el sol habÃa dicho ¡Presente! Caminábamos a la par de canturrear ilusiones. Pensábamos que vencerÃamos al cansancio, en caso que se presentare en nuestras piernas. Avanzamos. Ya podÃamos ver detalles de los arbustos y algunas flores rastreras. Por fin encontramos una sombra donde cobijarnos y nos sentamos en unas piedras planas. Comimos las frutas que habÃamos llevado. Desistimos de dormir un rato: el camino, que prácticamente habÃa desaparecido luego de haberse transformado en un mÃsero sendero, nos hizo dudar. Sin consultar a Rodolfo, me paré y comencé a caminar sobre pastos y pedregullos hacia donde los árboles se veÃan enormes. Estaban lejos, pero eran muchos. Mi amigo, en silencio y aceptación, siguió mis pasos. Con la vista en el bosque, marchamos por una recta imaginaria.
Horas después, con el sol a nuestras espaldas, supusimos haber llegado a destino. La vegetación frondosa y variada nos envalentó y penetramos en esa espesura en busca de animales y extrañezas. Solo detectamos hormigas. Ningún pájaro, tampoco mariposas, ni liebres ni leones salvajes. Cansados y aburridos de ver solamente hojas, ramas y pastos, Rodolfo, habló luego de su abstracción enojosa:
—Volvamos. Esto es un desastre. Nada que ver con lo mostrado en la pelÃcula.
—Volvamos, pero no le echemos la culpa al cine. Fuimos nosotros los que no supimos elegir el camino adecuado.
—Es cierto. Vamos para allá, que es por donde vinimos —y señaló un punto que solo él vislumbraba.
Avanzamos y sin comprender las razones concluimos, dos horas después, que nos habÃamos perdido. Luego reconocimos algunos troncos deformes ya vistos o… tal vez, muy similares. Por el atardecer ya en ciernes, no podÃamos detenernos a elucubrar soluciones y continuamos paso a paso, sin transitar curvas, ni tropiezos hacÃa allá, hacia una lejanÃa invitadora. Los pies y las zapatillas ya eran enemigos acérrimos. Nuestros músculos nos daban preavisos que no atendÃamos. Nos desprendimos de algunas inutilidades de nuestras mochilas, pues era condición necesaria para avanzar.
Por fin nos pudimos sentarnos en las mismas piedras donde habÃamos almorzado y entonces volvimos a sonreÃr. Pronto encontrarÃamos el atajo que nos conducirÃa a la ruta larga y recta como una lÃnea geométrica. Descansamos unos minutos y reemprendimos el camino, tras la excursión fallida, a nuestras casas. No detectamos ninguna bifurcación, ninguna curva, tampoco bajadas ni subidas durante nuestra marcha, acompañados por calambres y silencios ante la falta de palabras y poco aire en nuestros pulmones.
Solo nuestros padres se enterarÃan del fracaso como exploradores valientes. Secreto absoluto para los amigos.
Treinta años después, lo cuento para desmentir a Antoine de Saint-Exupéry. Mi conclusión, luego de tantos kilómetros recorridos, y de la decepción, puedo asegurar que «caminando en lÃnea recta, si puede uno llegar muy lejos… y hasta perderse».
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