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Fabla funesta - Laura- (R)


*

Ferriol recaudador de impuestos era,

nadie como él para cobrar

en monedas o en mercadería

todo para su gran señor servir.


En una granja casi abandonada

la bella Felisa laboraba.

Sin embargo, la joven no tenia

dinero con que pagar.


— Oh, mi señor, —dijo, suplicando

— sola aquí vivo con mi padre, baldado, véalo usted —.


De inmediato el recaudador en la mísera choza miró,

anciano babeante en camastro hediondo halló

— Vivimos aquí, al amparo de la misericordia —

Dijo la niña, estrujando sus manos con temor.



Una y mil promesas de fidelidad

empapada en llanto la niña hacía,

arrodillada ante feroz señor imploraba,

azules ojos en lágrimas bañados suplicaban.


Ferriol ni un instante de duda tuvo,

a la niña a la posada esa noche convocó

para resolver de los impuestos el pago

sin dolo para nadie, ni favor regalar.


A la hora en que la luna

sobre el pinar asomaba,

la dulce granjera a la posada fue.


Humilde rebozo su juventud cubría,

brillo de temor en sus ojos se arrinconaba,

temblor de gacela arrinconada la anunciaba.





Invitó a su mesa el lobo a la cordera,

jarra de vino color de sangre le ofreció.

Mano blanca como el jazmín rehusó.


Relamíase el poderoso

ante inesperado festín

que luego de la cena

en su habitación tendría.



Sostenida por recios brazos,

la dulce desfallecida las escaleras subió.

Con voz sofocada, la niña ruégole

— Por favor, mi señor,

tengo mucho miedo de estar aquí.


— No temas, mi paloma,

en mis brazos protegida estarás.

Bebe, pequeña, bebe,

tus nervios calmarás.


Una amplia mano el lecho señala

— Dulce nido para vos he dispuesto.


El gavilán entre sus garras la conduce,

gentil, saboreando el banquete

del que pronto disfrutará.


¡Oh, señores!, ¡Que zozobra la muchacha!

¡Que firmeza en aumento la del lobo

de mansa oveja disfrazado!


Estrellas y luna que en el cielo dormitaban

a mirar funesto suceso se negaron.

Cerraron sus ojos, cerraron sus oídos,

No querían testigos ser.


Un manto de nubes el cielo ocultó,

la alondra en el pinar se ocultó

la brava mar su rugido ocultó,

la joven, avergonzada, su rostro ocultó.


Nadie quería ver, nadie debía ver,

el sacrificio que allí se realizaría.


El lobo se relamía

el bocado a sus fauces estaba.

Dulce, tímida, virginal,

a sus pies la niña yacía.


¡Oh, que desdicha!

Entregar su único tesoro

lo único de lo que podía preciarse,

por pagar impuesto al señor.


— Mi señor, funesto ruido escuché —,

la paloma susurró.

Sus ojos en la oscuridad

Con temor buscaban.

Un chirrido se escuchó,

mas nada se veía allí


Una inmensa sombra

de la ventana se desprendió.

La muchacha nada dijo,

el silencio era su amo y señor.



El fiero Ferriol, avanzado el día,

de pesado sueño despertó.

Molesto por la demora de la habitación salió

y al guardia por la demora increpó.



— Mi señor, —el guardia se disculpó

— la niña dijo que deseabais descansar —


— La niña … ¿dónde está? —

De pronto la luz del entendimiento

a abrirse camino comenzó.

— La niña se retiró en la noche,

que deséabais descansar nos dijo.


Luego de haberlo los guardias

con largueza escuchado folgar,

bien sabían que no debía ser molestado

cuando en tales menesteres se encontraba


— Bien, lo hecho, hecho está —,

Aunque no recordaba mucho de la noche,

sin embargo, una duda

a corroerlo con crueldad comenzó


— ¿Está todo bien, señor? —

preguntó el secretario, con temor.

— Todo está en orden, señor mío —

orondo le respondió.


Mas cuando al cofre de recaudación fue,

extraño presentimiento lo tarasconeó.

Con temor, la tapa levantó,

Todo en orden parecía estar.


Sin embargo, al abrir las bolsas

grande sorpresa le esperó.


Las monedas

en piedras habían trocado

en una noche de luna,

en una noche de vendido falso amor.



A la granja al galope se lanzaron,

todo allí desolado estaba.

Sin señales de anciano enfermo,

sin señales de niña virginal.


Tan solo un par de monjas en el camino encontraron

de harapos y mil pústulas la una cubierta,

en peregrinación por culpas propias y ajenas

a ciudad santa se dirigían.


Con temor reverencial, sin bajar de las cabalgaduras

desde la distancia las interrogaron.

Nada las pobres señoras sabían,

Tan solo bendiciones y latines les brindaron.


A mata caballo siguieron los campos recorriendo

sin tiempo para observar

que las misericordiosas monjas

el resultado de fecunda noche portaban.

*




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