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Frente a la tormenta - Leosinprisa - (R)

El retumbar de un trueno marcaba el final del día. Las nubes, negras, oscuras como almas malditas, habían ocultado la agónica luz invernal. La electricidad estática generada por la inminente tormenta impregnaba el ambiente.

Ana tenía la garganta seca y un hambre feroz. No había probado comida sólida en tres días, apenas unos sorbos de leche fueron su único sustento. Una leche agria, abandonada por alguien con mejor suerte para elegir su alimento, le pareció un manjar de los propios dioses. Un regalo que no despreció dada su condición.

Llevaba mucho en los bosques, huyendo de cualquier contacto humano. No se fiaba de nadie, un recelo que había cultivado en vivencias pasadas, en los días en que creyó no podía existir esperanza.

No vio morir a sus padres, ni sus dos hermanos pequeños, aunque sabía, en su yo más interno, que ya no eran parte de la vida y de cuanto la rodeaba. Confiaba que, en sus creencias que nunca había cuestionado, hubieran partido a un lugar mejor. Pero en aquellos momentos era difícil seguir ese credo donde se sustentaba. Sobrevivía en un mundo salvaje, donde sus semejantes eran bestias feroces que no entendían de clemencia, ni misericordia.

No existía la humanidad en los días grises que dejó atrás. Para ella eran una sucesión de brutalidades, que sus carceleros se esforzaban en cultivar con una malévola imaginación.

Cuantas veces quiso morir pero, su propio espíritu rebelde, no estaba dispuesto a claudicar frente a quienes la maltrataban. Cuantas humillaciones, cuantos golpes había recibido, sin tregua, día y noche, en lo que parecía el infierno en la tierra.

A veces, el miedo le provocó hacerse sus necesidades encima. Allí, de pie, en la fila de los supervivientes del día anterior, tenía suerte de que su orina y heces fueran tan escasas como su comida.

El azar le había dado una oportunidad. Un día, en aquel cielo ahora ensombrecido, llegó un instante de terror para sus captores. Entre el estruendo de la muerte que llegaba desde los aires, pudo ver como la doble alambrada que la separaba de la libertad estaba destruida.

Corrió entre los escombros y gemidos, con su vista hacía delante, lejos de las terribles explosiones que ensordecían sus oídos. Escuchó el tablequeo de ametralladoras, los gritos de algunos guardianes, más no le importó. Solo quería huir de aquel lugar y alejarse del destino fatal que le tenían reservado.

Logró atravesar la explanada de hierba rala para internarse en la espesura. Los golpes de los impactos quedaron pronto lejos y un silencio, el silencio del bosque profundo, la acogió como una recién llegada.

Hubo un tiempo, en su adolescencia, que conoció de un entorno parecido. Sus padres le enseñaron a cuidarse sola, hacerse responsable de sus hermanos menores, a orientarse donde la mayoría de la gente se perdía. Unas lecciones que eran oro puro en su situación y le impidieron morir en las largas noches y evitar la desesperación de la soledad.

Su única herramienta en un principio fue una cuchara de madera, afilada en el extremo del mango que ocultaba entre un pliegue de su maltrecha ropa. Para ella era un arma que utilizó con destreza, contra varios de sus perseguidores hasta darles muerte, apropiándose de cuanto llevaban encima.

Creyeron que la joven, desnutrida y desamparada, sería una presa fácil. Pero el odio, el fuego de la venganza por quienes vio morir y por cuantos suponía siguieron idéntico camino, la convirtieron en el peor de sus enemigos.

Gracias a ese regalo, su supervivencia estaba asegurada. Sabría obtener alimento y vivir ermitaña, alejada del mundo para siempre. Pero el mundo seguía en su devenir, y el tiempo hizo sentir curiosidad a la huraña, asomándose en las lindes de los espesos bosques que la ocultaban, para observar su entorno.

Los transportes de guerra y los soldados habían dado paso a la vida cotidiana. Los camiones civiles eran distintos, más modernos y estilizados. Igual que los coches, de diferente factura a cuantos conoció.

No sabía si el terror de antaño habría prevalecido o si era un recuerdo desvanecido en el tiempo. Hizo alarde de un último atisbo de valor, cansada de su destierro y salió en medio de la carretera en plena tormenta, bajo lluvia y rayos.

Los vehículos se detuvieron ante la decidida aparición de una mujer armada, con un equipamiento de la segunda guerra mundial, quien impedía su paso. En la raída ropa, un triangulo amarillo, destacaba en su desafiante porte. Un símbolo amargo de una guerra, finalizada hacía veinte años.

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