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Geometría - Vespasiano- (R)


GEOMETRÍA Mientras demostraba, en la Escuela de Adultos, el teorema de Tales, mis ojos solo veían la cara de aquella mujer impresionante que me provocaba un deseo carnal incontrolable, y de la que deseaba, vehementemente, dimensionar el volumen de sus senos. Sus largas y bien contorneadas piernas que enseñaba con generosidad cuando se sentaba, me hacían perder la concentración al explicar cualquier lección de matemáticas. Por aquellos días el trabajo, lejos de satisfacerme, me producía una gran aflicción moral difícil de dominar. Para superar esa angustia y resolver mi situación, decidí alejarme de ella. Había iniciado el viaje aquel viernes de enero bien entrada la tarde. Me quedaban por delante quinientos kilómetros de carretera. A donde iba me esperaba la que hace años creía que iba a ser la única mujer de mi vida. Pero yo vivía atormentado por no poder tener a las dos. Intentando mantenerme atento al trazado de la vía, la noche se presentó casi sin aviso. Mi mente no conseguía abstraerse por completo mientras la radio lanzaba a las ondas las canciones de moda del año recién pasado. Sin poder evitarlo volvía a pensar en aquella mujer seductora. “El cuadrado de la altura de un triángulo rectángulo es igual al producto de las proyecciones de sus catetos sobre... —¡Profesor! —Escuchar su voz me aceleró el ritmo cardiaco—. No consigo entender ese enunciado. —No se preocupe, Susana, quédese al finalizar la clase e intentaré explicárselo sin interferir en el ritmo de sus compañeros”. La lluvia arreciaba golpeando los cristales impidiéndome ver con nitidez. Mientras los limpiaparabrisas no daban abasto para remover la cantidad de agua que resbalaba por la luna delantera, en la estrada se acumulaban grandes pozas que tapaban cualquier señal de tráfico que hubiera pintada en el asfalto. “Al finalizar la clase, Susana se aproximó a mi mesa acercando su rostro al mío. Entonces pude ver, gracias a su generoso escote, el nacimiento de unos pechos maravillosos. —¿No le parece que estaríamos más cómodos en mi casa para repasar esta materia? —Me preguntó mostrando una sonrisa picarona. Seguidamente me confesó: —¡Mi marido no está en casa! —Seguro que estaríamos cómodos —le dije completamente perturbado— pero no sé si avanzaríamos mucho en esta disciplina. De cualquier manera estoy deseando estar contigo”. Tomé una curva del camino como siempre hacía, tangencialmente, pisando la pintura con tan mala fortuna que la calzada, en ese punto, estuviera en tan mal estado que hiciera reventar un neumático del vehículo. En el arcén, parado, estallé: ”¡Mierda! ¿Cómo coño voy a cambiar la rueda con este maldito tiempo? Está visto que pensar en esa mujer solo me trae problemas. ¡Pero no puedo evitarlo! Necesito besar sus labios y palpar la tersura de sus nalgas... ¡tanto como quiero volver a sentir el cariño de mi esposa!” Amainado el temporal, sin quitarme de la cabeza el último encuentro apasionado que tuvimos, me dispuse a cambiar la rueda afectada por la de repuesto, cuando comprobé desanimado, que eran dos las cubiertas reventadas. —“¿Cuándo le vas a contar a tu mujer nuestra relación? —No tengo valor para explicárselo. ¡Aunque soy profesor, no sé cómo resolver este problema! —A mí no me importa ser el más grande de los lados, si tú eres mi hipotenusa. ¡Sabes que no quiero perderte! —Pero dejaríamos de ser tres, si mi mujer accediera a ser la cuarta pata de la mesa. —¡Quiero que se lo cuentes! ¡No que ella forme parte de nuestra vida! —dijo visiblemente airada”. Estaba aplicado en cómo podría resolver aquella circunstancia de las ruedas, cuando se me vino encima la mole de un camión que había derrapado en la misma curva del camino... En el hospital, al cabo de muchos días en estado de coma, lo primero que vieron mis ojos, al despertar, fueron la tormenta y los colores, verde y amarillo, de la bandera del país, que ondeaba al viento en el balcón de entrada al nosocomio. Poco después de mi vuelta al mundo de los vivos recibí la visita de mi mujer, que portando la bandeja que contenía el almuerzo me sonreía, llena de ternura. Su mirada era la más cariñosa y pura que yo hubiera podido imaginar. Solícita, me acercaba a la boca la comida, sin sal, que en esos establecimientos suelen dar a los enfermos del cuerpo, sin saber que yo era un triste doliente del alma. Entre cuchara y cuchara, cogiéndole la mano con fuerza, le dije: —¡Cariño, he decidido cambiar mi vida! ¡Nunca más volveré a explicar teoremas de triángulos!



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