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Good bye, Lenin - Isabel Caballero



Al salir del despacho me encontré de repente a Lenin. Por fortuna me había escapado un poco antes, apenas unos minutos, entre el tumulto de la salida del personal difícilmente me habría reconocido. Adelanté a un hombre alto. Me miró con algo de descaro, como miran algunos hombres a las mujeres, o eso creí. Por educación le di las buenas tardes de cortesía.

—¿Abril… ?

Me giré sorprendida, nadie me llamaba así desde hacía una eternidad. En realidad mi nombre es…

—Soy yo, Lenin.

En ese instante, un tropel de gente apresurada bajó las escaleras, todo el mundo hablaba casi al mismo tiempo, los únicos silenciosos éramos Lenin y yo colgados de nuestros ojos a la espera de que amainara el ruido, las voces, el bullicio y las despedidas.

Mi jefe se detuvo junto a mi unos segundos para recordarme algo que, sin falta, teníamos que hacer al día siguiente.

—A primera hora en mi despacho —insistió el muy plasta, como si los dos no supiéramos que el asunto tan urgente lo resolvería yo sola a pesar del comunal “teníamos”.

—Hasta mañana, y ya sabes, no te olvides de…

—Que nooo, que no me olvido. Adiós —respondí algo impaciente.

Por fin todo el mundo se evaporó y nos quedamos solos Lenin y yo.

—¿Cómo estás? —pregunté con un hilo de voz.

—¡Cuánto tiempo! Tú estás igual que siempre, preciosa.

En el peldaño intermedio que nos separaba nos dimos un cálido abrazo, un abrazo prolongado del que costó soltarse.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté con la voz aún agitada.

—Vine a..., no importa a que vine. Aquí estoy. Dime... ¿eres feliz?

Pensé en contestarle que su Abril, aquella Abril, había muerto cuando dejó de quererme como dejan de querer los hombres egoístas, de manera lenta, poco a poco, con excusas, con retardos, con ausencias cada vez más prolongadas. No, ya no soy la misma. Una queja suave escapó de mi garganta que enseguida oculté con una tos algo nerviosa. Le rocé con la punta de los dedos el fleco lacio que tapaba en parte el paisaje de sus ojos, y ya no supe que más decir. Él tampoco.

Silencios como espacios huecos en el rellano de la escalera.

El bedel entornó una de las pesadas hojas de la puerta principal del amplio zaguán. Aún continuábamos sin saber que decirnos; dos figuras estáticas y algo desconcertadas bajo la luz opaca del portal en semi penumbra.

—Tenemos que cerrar, señores —avisó el conserje mirando su reloj de pulsera.

—Ya nos vamos, Manuel —me excusé.

—Comemos juntos ¿de acuerdo?, ¿te has casado o tienes pareja?, imposible que tengas hijos con esa figura — preguntó sin esperar contestación, y como siempre, volvió a hablar de sí mismo, eternamente Lenin

—¿Has leído lo último que he publicado?

—Sí, sí, tengo todos tus libros, enhorabuena. También he visto algunas de tus entrevistas en…

—Tengo muchas muchas, muchas cosas que contarte Abril—interrumpió tomándome de la mano, como si el tiempo no hubiera pasado por encima de nosotros, como si aún fuéramos aquellos jóvenes alocados de hacía una década, vitales, deseando cambiar el mundo. Él, al menos, era lo que quiso siempre ser: un escritor de prestigio.

—¿Sigues siendo vegetariana?

Negué con la cabeza.

—Estupendo. Conozco un sitio muy especial que te va a encantar, ahora podemos permitirnos un buen vino —bromeó.

Pensé que no, que ya no tenía nada que permitirle, ni él nada que contarme, ni yo necesidad de sus caducas historias.

Ya en la calle me solté de su mano, le di un largo y lento beso en los labios y un definitivo Good Bye, Lenin, que te vaya bonito.

*




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