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HISTORIA DE DOS - LUCHO


Muy entrada la tarde fui al Café de Brasilia, donde cada día suelo degustar unos rones y departir con amigos. La vi parada en el vano de la puerta: de porte ni delgado ni grueso, como me gustan, pelo negro que le caía sobre los hombros y tez trigueña. Fue lo que distinguí en el contraluz formado por la resolana proveniente del exterior. La seguí con la mirada, se acomodó en una mesa un poco retirada de la mía. Mantuve los ojos puestos donde ella se hallaba, pidió una cerveza, se sonrió con el camarero y luego escudriñó el interior del bar. En un instante, que duró un suspiro, nuestras miradas se cruzaron, pero la de ella siguió de largo. Era la primera vez que la veía, no era una visitante consuetudinaria del sitio. Había visto muchas mujeres en ese café, pero ninguna removió mi interior. Volví a mirar hacia donde se encontraba, pero la baja iluminación, cargada del romanticismo y del misterio que trae la noche, no me permitieron detallarla.

El café se fue llenando, hubo saludos y abrazos y uno que otro beso; las parejas se refugiaron en los rincones, donde la escasa luz los ocultaba de miradas impertinentes. Un ronroneo de voces se apoderó del espacio y ella quedó oculta entre los ocupantes de otras mesas. Pasadas unas tres horas, la vi levantarse y disponerse a salir. Llamé al camarero, pedí la cuenta de manera solicita. Seguí los pasos de la mujer, caminamos varias cuadras y la vi ingresar a un edificio. Durante el trayecto, recree mi vista con la desnudez de sus piernas, la curva marcada de su cintura y ese pelo negro que se bamboleaba sobre sus hombros. Decidí regresar al apartamento. Éramos vecinos y no la había visto hasta hoy. Su imagen seguía metida en mis pensamientos,

Al día siguiente, en la tarde, volví al café como de costumbre, estaba solo, me senté cerca del lugar que ella había ocupado la noche anterior y esperé, mientras degustaba un vino. Quince minutos después ingresó y se ubicó en una mesa cercana a donde yo estaba. Mis ojos la recorrieron de arriba abajo, detallé su juventud, ella me dio una mirada desprevenida, traté de retenerla, pero bajó los ojos y los posó en el ron que le acaban de traer. El verde de su mirada removió mis entrañas. Pedí unas tijeras, una servilleta y una pluma al mesero. Escribí un poema en el que exaltaba su belleza, las emociones que me causaba su presencia y el deseo de conocerla. Fui más allá, le pedí una foto. Estampé la firma con mi nombre legible, le hice unos cortes a la servilleta a manera de adorno y se la entregué al camarero. Cuando recibió la nota, dirigió su cabeza hacia donde me encontraba y sonrió. Era una buena señal, pero no fui capaz de acercarme.

De nuevo el bar se colmó de gente, llegaron algunos amigos y se acercaron a mi mesa, uno de ellos se sentó para hablarme de un negocio y me entretuvo más de la cuenta. Cuando volteé a mirar hacia la mesa donde ella se encontraba, ya se había marchado. Maldije.

Pasaron varios días sin verla, mientras mi corazón sentía esa convulsión cuando el enamoramiento traspasa la epidermis y se nos mete en la sangre. La muchacha desapareció, dejando triste mi interior y la pupila de mis ojos. No dejé de ir un solo día al café, me senté siempre junto al lugar que esperaba ella ocuparía, pero el transcurrir del tiempo y los días punzaban mi cuerpo de manera inmisericorde. En mis oídos retumbaba el ruido de las voces de los concurrentes, se hizo insoportable, un mal humor se adueñó de mi ánimo. Le pregunté al mesero si la había vuelto a ver o si sabía algo de ella. No estaba enterado. Esos días tomé más que de costumbre, me sumí en mis pensamientos y trataba de revivir la imagen de la joven.

Una tarde en que me acompañaba media de ron, después de muchos insomnios, llegó, entró decidida, se sentó enfrente de mí y me entregó una foto suya, donde se veía tan linda como la que en ese momento me acompañaba. El rubor subió a mis mejillas, no tuve voz para decirle algo. Percibió mi embarazo cuando expresó su sentimiento: estoy enamorada de ti. Pasados varios segundos, acaté a decir: Yo también.


***






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