TenÃa que decirme algo importante, cinco escuetas palabras, más la hora de cita y su firma: Manolo. Eso era todo en la nota que encontré en mi buzón después de dos meses desaparecido. Un mensaje escueto, como era él, y sin opción a la réplica; también muy propio de su forma de ser: tan autoritaria y arrolladora, como si siempre estuviera en poder de la verdad.
¿Qué pretendÃa mi ex ahora si ya me lo habÃa dicho todo sin palabras el dÃa que me dejó plantada a la puerta del cine con las entradas recién compradas?. Dos horas estuve bajo la lluvia esperando verle aparecer de nuevo para saber qué habÃa pasado. Fue humillante porque a nadie se le vuelve la espalda sin explicar el por qué. Seis meses habÃa durado lo que algunos llamarÃan noviazgo y que a mà siempre me pareció una montaña rusa: del arrebato cariñoso pasábamos al enfrentamiento encarnizado, una y otra vez. Manolo sabÃa camelarme para hacerse perdonar y yo caÃa prisionera de sus encantos como si me hubiera robado la voluntad y la palabra basta.
Por esa falta de decisión creà durante un tiempo, que Manolo volverÃa y conservé intactas las fotos que ambos nos habÃamos hecho, sonrientes y felices, en los momentos buenos; en vez de cortarlas en mil pedazos con las tijeras, o quemarlas. Aún las tenÃa pero ya no las miraba, ni siquiera sabÃa en qué cajón las habÃa sepultado, pero su escrito me habÃa intrigado. ¿HabrÃa engordado?, ¿se habrÃa quedado calvo? ¿EstarÃa gravemente enfermo y querrÃa pedirme perdón?
Después de mucho vacilar decidà que irÃa; era un domingo radiante, el centro estaba colapsado y a mi viejo utilitario se le acabó la baterÃa justo en ese momento. Lo interpreté como una señal para desistir, pero aquel era un pensamiento mágico que eliminé rápidamente. No estaba dispuesta a volver atrás, costara lo que costase iba a llegar hasta el final, aunque fuera tarde.
Arreglado el papeleo y con el coche camino del taller fui al encuentro con Manolo en el parque de siempre. Estaba en nuestro banco, tan altivo y pulcro como recién planchado. De vez en cuando levantaba la vista de un libro que tenÃa entre las manos y miraba aquà y allá, pero no parecÃa impaciente. En el arenal más cercano un niño y una niña de unos tres o cuatro años, rubios como el trigo, jugaban con sus cubos y palas. Cuando ya iba hacia Manolo para ajustar cuentas, uno de los pequeños se me cruzó llorando, corrÃa hacia él.
—Papá...papá, pupa nena.
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