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HISTORIA DE DOS - Ma. JESÚS HERNANDO


Tenía que decirme algo importante, cinco escuetas palabras, más la hora de cita y su firma: Manolo. Eso era todo en la nota que encontré en mi buzón después de dos meses desaparecido. Un mensaje escueto, como era él, y sin opción a la réplica; también muy propio de su forma de ser: tan autoritaria y arrolladora, como si siempre estuviera en poder de la verdad.

¿Qué pretendía mi ex ahora si ya me lo había dicho todo sin palabras el día que me dejó plantada a la puerta del cine con las entradas recién compradas?. Dos horas estuve bajo la lluvia esperando verle aparecer de nuevo para saber qué había pasado. Fue humillante porque a nadie se le vuelve la espalda sin explicar el por qué. Seis meses había durado lo que algunos llamarían noviazgo y que a mí siempre me pareció una montaña rusa: del arrebato cariñoso pasábamos al enfrentamiento encarnizado, una y otra vez. Manolo sabía camelarme para hacerse perdonar y yo caía prisionera de sus encantos como si me hubiera robado la voluntad y la palabra basta.

Por esa falta de decisión creí durante un tiempo, que Manolo volvería y conservé intactas las fotos que ambos nos habíamos hecho, sonrientes y felices, en los momentos buenos; en vez de cortarlas en mil pedazos con las tijeras, o quemarlas. Aún las tenía pero ya no las miraba, ni siquiera sabía en qué cajón las había sepultado, pero su escrito me había intrigado. ¿Habría engordado?, ¿se habría quedado calvo? ¿Estaría gravemente enfermo y querría pedirme perdón?

Después de mucho vacilar decidí que iría; era un domingo radiante, el centro estaba colapsado y a mi viejo utilitario se le acabó la batería justo en ese momento. Lo interpreté como una señal para desistir, pero aquel era un pensamiento mágico que eliminé rápidamente. No estaba dispuesta a volver atrás, costara lo que costase iba a llegar hasta el final, aunque fuera tarde.

Arreglado el papeleo y con el coche camino del taller fui al encuentro con Manolo en el parque de siempre. Estaba en nuestro banco, tan altivo y pulcro como recién planchado. De vez en cuando levantaba la vista de un libro que tenía entre las manos y miraba aquí y allá, pero no parecía impaciente. En el arenal más cercano un niño y una niña de unos tres o cuatro años, rubios como el trigo, jugaban con sus cubos y palas. Cuando ya iba hacia Manolo para ajustar cuentas, uno de los pequeños se me cruzó llorando, corría hacia él.

—Papá...papá, pupa nena.

***






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