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Injusticia machista - Menta

Sentí como mi cuerpo se rebelaba contra aquella injusticia machista que estaba viviendo. Tenía diez años y aunque me había enfadado muchas veces, nunca mi tripa había respondido con ese dolor visceral. Recuerdo que llevábamos muchos días preparando las fiestas del pueblo. Si durante el mes de julio me había aburrido muchas veces, en el mes de agosto y la primera quincena del de septiembre había sido todo lo contrario. Me encantaba ver la actividad de todas las mujeres de la casa porque tenían que arreglar la casa para la familia que vendría a pasar esos días con nosotros. Esta visita suponía hacer limpieza general de todos los cuartos: quitar el polvo en paredes, muebles, suelos, cristales… Era mucho trabajo porque la casa de mi abuela era muy grande, tenía tres pisos y otro más encima que era donde estaban los graneros. Ahora que lo pienso tenía una distribución extraña, en cada piso se intercalaban dormitorios con salitas de estar y comedores. Les acompañé en todo momento y ayudé en lo que me pedían. También había que hacer las pastas y los mantecados que durarían todo el año. Las hacíamos en un horno de panadería donde comprábamos todos los días el pan. En el enorme obrador trabajábamos con otras vecinas, allí, entre las mujeres se hacían muchas bromas y nos reíamos todas, algunas veces no entendía las gracias pero me daba igual, me gustaba verlas felices. Como aquel año consideraron que ya era mayor y me asignaron la tarea de ir y venir de la casa al horno llevando todos los ingredientes necesarios: aceite, manteca de cerdo, azúcar, huevos, sal, canela, coco, gaseosas, almendras, con los que haríamos los almendrados, las cocadas, los nevaditos, las magdalenas y unas galletas redondas y secas que se llamaban “tontas”. Fue precisamente trabajando con las manos la masa de estas galletas cuando mi prima perdió la sortija de compromiso. Fue mala suerte, su suegra en ese momento estaba a su lado y se enteró la primera de lo sucedido. Frunció el gesto como si estuviera oliendo vinagre y con voz despectiva, le dijo: —No sé cómo llevarás tu casa cundo te cases, ahora has demostrado que no eres capaz de cuidar ni de una sortija. ¡Qué cruel! —pensé. Enfadada empecé a hurgar entre la masa para encontrar la alianza, pero no apareció. Dejamos levar la masa en la esquina de la mesa y fuimos a la amasadora eléctrica para comenzar con las magdalenas. Entonces, me giré y vi a su suegra con las manos en nuestra masa. Estaba buscando el anillo y vi como lo encontró y lo guardo en el bolsillo de su delantal. No nos dijo nada. ¡Qué mala! —pensé. Decepcionada comencé a rellenar los moldes de papel rizado de las magdalenas. El domingo, festividad del Cristo de la Columna comenzaban oficialmente las fiestas. Dos días antes todas las mujeres de la casa empezaron a preparar el almuerzo para ese día, contaban con cincuenta comensales. Recuerdo solo algunos de los platos del menú, sopa de tapioca, buñuelos, merluza rellena, pollo en pepitoria, brazo de bizcocho con chocolate y helado. Aquel domingo, durante toda la comida me mandaban llevar, subir y bajar, fuentes llenas de exquisiteces, pero me advertían que no comiera nada. Yo tenía hambre, estaba desfallecida, eran las tres de la tarde. Una de las veces que bajé a uno de los comedores, observé a todos aquellos hombres sentados, comiendo y fumando puros, mientras que todas las mujeres de la casa estábamos o en la cocina o sirviéndoles, sin sentarnos, sin comer… sentí que algo me hervía dentro. ¡Qué injusticia! —pensé. Enfadada subí al granero y me zampé tres “tontas”.

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