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LA CAJA DE LAS FOTOS (A) - KARUT

Habían pasado ya varios años desde la muerte de mamá. Era una mujer extraordinaria. Cocinaba delicioso. Para cada situación por problemática que pareciera encontraba la solución gastronómica.

—Barriga llena, corazón contento, hija —me decía, mientras preparaba algún platillo. En especial recuerdo la torta envinada. Era una torta negra que contenía ciruelas y uvas pasas sumergidas en oporto dulce por una semana. El color se lograba con panela derretida a fuego lento en un poquito de agua hasta que tomaba un color oscuro y un sabor entre amargo y dulce.

—El batido se tiene que hacer a mano, y tú querida, tienes buen brazo para ello —apuntaba con seriedad, mientras me iba convirtiendo en su ayudante.

Entonces pasábamos momentos maravillosos mientras yo mezclaba con mi mano entre la masa, —muy limpia por supuesto— y mientras ella iba agregando los ingredientes. —La harina debe cernirse poco a poco agregando el polvo de hornear, —me indicaba —clavo molido, nuez moscada, canela, ralladura de limón y de naranja.

Cuando recuerdo esos ratos se me hace agua la boca. Además me sentía creadora. En mis manos tenía el futuro. El futuro del pastel o de lo que fuera mientras mamá me indicaba la receta. Claro aún no conocía a Joaquín, mi esposo y obviamente no había tenido mis hijos.

Otro placer inmenso era sentarnos a mirar las fotos que tenía guardadas en una caja. Claro, en su tiempo el asunto de las fotos no era como ahora, digitalizadas y todas, cantidades de fotos en el computador, en el celular, en WhatsApp, en Facebook, en Instagram. No. Las fotos se tenían en la mano. Como quien lee un buen libro. Las fotos antiguas merecian capítulo especial. Muchas de ellas. Como la tele al principio. En blanco y negro. Teníamos que adivinar el color.

Hace unos días, durante el confinamiento por el corona virus encontré la caja de las fotos de mamá. Estaba arreglando el armario de Juana, mi hija mayor, la bióloga que vive en Barcelona desde hace varios años. Su habitación permanecía intacta desde que se fue a estudiar y luego a trabajar en España.

Cosas mías, su cuarto era como un recuerdo permanente sin ninguna razón para hacerlo. Un santuario que permanecía quieto sin que yo me percatara de los años que habían pasado y sin saber porque. Mis hijas, tanto Juana como Juliana me habían insistido en la necesidad de cambiar el apartamento lleno de recuerdos.

Por eso me gusta, —les dije varias veces —está lleno de ustedes aunque no las tenga cerca. A veces pienso que tienen razón. Juliana vive en Canadá, tiene treinta y ocho y dos hijos. Y claro su habitación está igual, esperando al que no ha de venir.

Me senté en la sala con la caja en mi regazo y empecé a disfrutar cada recuerdo que me traían aquellas imágenes. Como no tenían ningún orden fueron saliendo al azar. Algunas muy antiguas amarillentas en donde no conocí sino a mis padres con un bebe de brazos, posiblemente mi hermano Roberto. La foto fue tomada en el campo, con seguridad en la finca de los abuelos. Después salió una de mi primera comunión. Que linda me veía con ese vestidito como de novia pequeña. Tenía nueve años, recuerdo bien el día.

Una a una fui barajando las fotos que salían, disfrutándolas con un poco de música y un buen vaso de sangría. De pronto salió una que me conmovió como ninguna. Era de las de color. Un grupo familiar. A mi lado Joaquín, se veía sano y feliz. Poco después se lo llevó un cáncer. En el centro de la foto mis dos hijas. Juliana estrenando la bici azul con canastilla al frente. Luego estaban mis padres, todavía muy vitales y sonrientes. Papá con su jarro de café en la mano. Mamá teniendo a Tobi con la correa. Su perrito que duró catorce años y enfermó de artritis. Tuvimos que sacrificarlo. Y por último Max el perro de las niñas que murió de viejo.

Recuerdo que ese día me dijo el jardinero mientras cavaba la tumba en el jardín: “en el campo sabemos que una cerca dura tres años y hay que renovarla, un perro dura lo de tres cercas, un caballo lo de tres perros y un hombre lo de tres caballos”

Me quedé pensando en esa filosofía campesina: la muerte es algo tan normal, como una visita inesperada. Seguro con esta pandemia se irán otros y quedarán los recuerdos.


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