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La dama blanca - Pepe - (R)


Cada lugar tiene su encanto, sobre todo por las leyendas propias que entretejen gran parte su esencia. No hay nada como vivir en un pequeño pueblecito plagado de ellas. Brujas, casas encantadas, sanatorios abandonados... Historias que quedan insertadas como parte de un gentilicio. Sin embargo, hay algo que está por encima de las propias leyendas: haber vivido una.

Ocurrió durante el verano de mis dieciocho. Aquella época se erigió como el auge del ocio nocturno: guateques entre pueblos, fiestas improvisadas en descampados solitarios, noches de cháchara al calor de una buena amistad... Fue en uno de esos eventos cuando uno de mis amigos nos contó que se había topado con un fantasma. Iba con su coche camino de casa y una mujer totalmente vestida de blanco se le personó en el fondo de la calle. No le dio mayor importancia, pero cuando estuvo a unos metros de ella, esta se arrojó a un lateral donde un oscuro y empedrado bancal pareció absorberla. Era chico le daba de bien a la botella y todos nos reímos de su particular delirium tremens.

Más tarde se le apareció a una chica que iba a pie por la misma calle. En este caso no desapareció cuando estuvo cerca, o por lo menos no de una manera tan abrupta. Dijo que iba por la acera contraria, que parecía levitar con mirada perdida, que vestía un largo camisón blanco, que tenía pelo lechoso encrespado a juego con una tez pálida, casi transparente, y que cuando estaban casi a la misma altura, en lo que tarda un parpadeo, desapareció por un recoveco que formaba un estrecho callejón oscuro.

A partir de ese momento, las apariciones fueron sucediendo con mayor asiduidad. Las fiestas de verano empezaron a mitigarse por miedo al fantasma. Sin embargo, éramos jóvenes, y tarde o temprano las ganas de juntarnos a la luz de la luna estival serían más fuerte.

Y ocurrió.

Un día, después de una quedada mañanera, a dos amigos y a mí nos pilló la noche. No sé si fue el grado de euforia etílica o qué pero decidimos continuar nuestra velada, es más, nos encomiamos a buscar al fantasma y terminar con ello. Compramos cervezas, un par de paquetes de cigarros y pillamos media discografía de Radiohead en cintas magnetofónicas. Montamos en un coche y aparcamos en un extremo de la calle maldita. Agazapados entre los demás autos, como parte del conglomerado parking callejero esperamos, escuchando música y fumando. Pero el fantasma no aparecía. La verdad es que ninguno de los tres lo habíamos visto, y, cuando el reloj marcaba las tres y media empezamos a pensar que todo era una invención producto de las dañadas percepciones posfestivas. De hecho, yo nunca lo creí de veras. Pero entonces, entre la neblina de vaho matutino, la vimos.

La dama blanca era algo espeluznante. Ataviada con un camisón blanco y rostro y pelo del mismo color. Apareció por la acera de enfrente. Se desplazaba con prisa, como si levitara con la insistencia de hacer algo de deporte. De pronto, hizo algo inapropiado para su condición espectral; justo en el paso de cebra que teníamos delante se detuvo, miro a ambos lados y, al cerciorase de que no venía nadie, cruzó.

No sé si fue por la cerveza, por la nicotina o por el rayante guitarreo de Jonny Greenwood, pero al verla tan cerca los tres pensamos lo mismo: embestirla. Mi amigo arrancó y fue a por ella. Esta, al vernos, reviró buscando sus bien añoradas sombras, pero en ese momento solo encontró un muro con el único cobijo que la falta de escapatoria. Entonces se giró y empezó a gritar socorro, y es que eso que teníamos delante no era un espectro, ni un fantasma, sino una mujer mayor que temía por su vida.

Al día siguiente nos personamos en su casa para pedirle disculpas. Por lo visto era una persona con una de esas extrañas enfermedades a las que no le puede dar el sol, por eso estaba tan pálida, que se había instalado en un pueblo apartado en busca soledad, tranquilidad y serenos paseos nocturnos. Tampoco quería que la gente supiera de ella, por eso se escondía cuando veía a alguien. Que saliera en ropa interior antigua no se lo preguntamos, aunque días después la volvieron a ver, pero en este caso vestía un chándal rojo bermejo y sin reparo de que la vieran; seguramente y gracias a unos pobres dementes que un día decidieron jugar a cazar fantasmas.




Nota del Editor:

La dama de blanco​ es, en la narrativa folclórica europea, un espíritu femenino que viste completamente de blanco y que, según la tradición oral, se le ve vagar en áreas rurales, generalmente asociada con alguna leyenda local de trasfondo trágico, como la pérdida de una hija o la traición sentimental como las más recurrentes.

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