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LA EJECUCIÓN - Lucho- (R)


Había amanecido lluvioso, el verde de los árboles se mimetizaba con la sombra de las nubes, los rayos rompían el firmamento cargado de oscuridad. El río bajaba desbocado desde la montaña hacia la llanura. Desde la casa se oía el ruido de las piedras chocando, parecía una descarga de fusilería.

Nos arreglamos con nuestras mejores galas, hoy cortarían la cabeza al ladrón que había degollado a uno de los habitantes del feudo. Todos nos concentraríamos en la plaza principal a presenciar la aplicación de la pena. Las campanas sonaron con arrebato, era el llamado para que acudiéramos al sitio a ver como se aplicaba la justicia al que la transgrediera. En el camino nos fuimos arremolinado los que vivíamos en medio de los campos de labranza. Muchos se instalaron en las calles por donde cruzaría el carromato con el prisionero. Había algarabía, como si fuesen a dar una fiesta y en los rostros se veía el regocijo.

El palco donde se instalaría el Conde con su familia y los prelados estaba engalanado con los blasones y la heráldica que realzaba su linaje. Los heraldos ubicados a los costados del palco que ocupaba la nobleza empuñaban los clarines y algunos de ellos las picas, que denotaban el poder de sus amos. Las mujeres lucían sus amplios vestidos de lino o sedas de colores, desplegados sobre los miriñaques, y los jubones con recamados en cordón de oro y plata, conjugados con bordados de azul, purpura o negro. La moda era parte del espectáculo y la plebe disfrutaba del desfile de los nobles luciendo sus riquezas en los vestidos y las joyas que portaban en sus cuellos, brazos y manos.

Sonaron los clarines, seguidos por un redoblar de tambores y de inmediato se escuchó un rumor en la distancia y el crujir de las ruedas del carromato que transportaba al prisionero. La gente agolpada en el camino que debía recorrer la guardia con el prisionero se encontraba enardecida y comenzaba a contagiar a los que se habían ubicado en la plaza central. Algunos le lanzaban tomates o piedras. La sed de venganza era palpable y todos quería que rodara la sangre sobre la tarima donde yacía el verdugo, que pasaba sus dedos sobre el filo del hacha. Todos querían estar en la primera fila. En un costado de la plaza, se oían los llantos de los familiares del condenado, sus exclamaciones de dolor y las solicitudes de perdón, lanzando sus clamores y miradas hacia el palco donde se encontraba la nobleza. Desde allí no había ni una mirada de consuelo. Se entretenían con su charla amena y cargada de risas.

El delincuente fue subido a empellones a la tarima donde sería ajusticiado, mientras la muchedumbre lo coreaba con insultos y rechiflas. A su lado iba un fraile, que entre rezos y suplicas le pedía arrepentimiento, pero el hombre no le prestaba atención.

Cuando el Conde se puso de pie, hubo un silencio sordo en la plaza. Le concedió al criminal, la posibilidad de expresar su arrepentimiento, pero este negó que tuviera de que arrepentirse y solo gritó: ¡Hay que matar a los amos! El conde se sentó y el verdugo maniató las manos del réprobo, le vendó los ojos, lo hizo arrodillar y le puso el cuello sobre un madero. Cuando blandió el hacha se despertó un rumor por la plaza, gritos, insultos y llantos, interrumpidos por un ¡zas!, por la sangre que brotaba a borbotones del cuerpo y el espanto de la cabeza cayendo dentro de un canasto. El susto hizo saltar a los niños, algunos chillaron, otros se taparon los ojos.

Regresamos a casa. Quienes nos acompañaban no ocultaron su alegría, era como si hubiesen descansado después de una pesadilla. Los comentarios giraban en torno a como quedó el cuerpo desprendido de la cabeza: Si chapaleó o quedó tieso en ese mismo instante. Si la cabeza había caído con los ojos abiertos en el canasto o no. Muchos se arriesgaban a señalar que el enjuiciado se había cagado en los pantalones. Durante el trayecto hubo todo tipo de comentarios en torno a la ejecución.

Cuando llegó la hora de acostarnos, me encomendé a Dios, hice mis oraciones, pidiendo un sueño tranquilo, sin sobresaltos. Oré por el muerto. Había quedado impresionada con lo observado esa tarde y con los comentarios de nuestros acompañantes camino a casa. Me metí en la cama con mi hada madrina de trapo, ella me rescataría de cualquier mal sueño.

*




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