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La historia de María y su conejo de peluche - José Torma


Llegarán pronto, la tapia cederá y será el fin.


Matías se pasa las manos sobre el rostro intentando serenarse. La habitación está llena de niños que buscan en su mirada la seguridad, la tranquilidad que está lejos de sentir.


—Quiero a mi mami —dice María, mientras abraza un sucio conejo de peluche,

buscando la mano de miss Ramírez.


—Debemos guardar silencio, estar callados. No queremos que esas cosas vengan.


Román, el mayor, de rostro circunspecto, se acerca. Lleva un trapo azul en la cabeza. La escopeta recortada pesada en sus manos, pero él la sostiene con virtud.


—“Profe”, se viene la noche. Tenemos que revisar las puertas.


—¿Cuantas municiones quedan? —pregunta, aunque sabe la verdad. No las suficientes.


Los “pollitos”, armados con cuchillos, palos y varillas se van distribuyendo por la habitación. Llevan un par de semanas encerrados aquí.



Matías observaba por la ventana cuando los descubrió. Iban guiados por un grupo de mujeres. Tres miss del colegio Americano, liderando a más de veinticinco párvulos.


La ciudad, arrasada por los “transformados” lucia desierta.


Unos perros peleaban por una enorme rata. Uno de ellos sangraba del costado, con furia tiró un mordisco que sorprendió al rival, arrancándole el ojo y dejando la masa cerebral expuesta. Emprendió la huida. El vencedor tomó al roedor y se ocultó. Detrás de él, la puerta metálica entreabierta.


Cuando vio al pequeño grupo dirigirse ahí, tomó sus armas y fue a su encuentro. La bodega estaba limpia, él se había asegurado de ello. ¿Como iba a protegerlos si no podían defenderse solos?


Román lo abrazó cuando se presentó ante ellos. Un adulto y hombre. De inmediato se sintió protegido, rompió una de las mangas de su camisa y se la puso en la cabeza para imitarlo.



Los niños estaban en el salón de actos cuando el mundo explotó, explicó la miss entre sollozos. Se habían escondido en la alacena principal, hasta que se agotó el alimento y se vieron en la necesidad de buscar fuera de la escuela.


Primero perdieron a miss Carbajal, salió con dos niñas a buscar provisiones, pero solo María regresó; luego Miss Peña. Un bastardo la mordió. Román se percató y sin pensarlo disparó, dejando de ser niño en el acto. Miss Contreras salvó a dos, antes de que fuera sobrecogida. Ahora el destino los llevaba a encontrarse con el extraño del paliacate.



Los pequeños se ocupaban en rellenar las grietas en las paredes con lodo, lo hacían con decisión. Parecían adultos, no críos asustados.


Las láminas de los muros vibraron, los lamentos de los “transformados” se escuchaban quedos. Así era cuando estaban quietos, pero eso podía cambiar en un segundo.


Llevándose el dedo a la boca, Matías les indicó que guardaran silencio. La pequeña María se llevó el conejo a la boca. Al levantar el brazo, un hilillo de sangre resbaló por su codo. Al examinarla, Matías observó una mordedura, la herida estaba infectada.


—Me mordió el malo —dijo. —Pero logré escaparme.


Una fuerte sacudida en la puerta principal hizo resbalar a un pequeño, la puerta se abrió y dio paso a un grupo de hombres. Los niños reaccionaron, haciéndoles tropezar y hundiendo sus armas en sus cráneos. En el fragor de la batalla, chocaron contra un bote que tenía velas encendidas, una de ellas prendió fuego al heno que abundaba en el piso. Las llamas se propagaron al instante.


Matías miraba paralizado la escena que se desarrollaba frente a sus ojos. Las dos maestras cayeron ante el embate de la turba enardecida. María, en el centro de caos, era ignorada y mantenía el conejo apretado contra su pecho.


El fuego alcanzó el techo y este empezó a crujir, presagiando la caída inminente.


Uno a uno los “transformados” fueron dando cuenta de los niños que caían bajo sus pies o se estrellaban contra las paredes en llamas.


Un tirón en su camisa lo sacó de su ensimismamiento, Era Román que le hacía señas de que lo siguiera. En un segundo tomó la decisión, brincó sobre el fuego y agarró a la niña que, sorprendida, soltó al conejo. Con el hacha en su mano se libró de dos de ellos y corrió tras Román.


A buen resguardo, observaban la conflagración. María dormía y Román lloraba en silencio.


—¡Están muertos todos! María está infectada, tendremos que...


—No lo creo, si está infectada, pero hace más de dos semanas que fue mordida y no ha muerto, ni se ha trasformado. Creo que en su sangre esta la solución a este maldito problema. ¡Hay esperanza!

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