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LA NIÑA SIN MIEDO - TANTRA


LA NIÑA SIN MIEDO

Julieta peinaba frente al espejo su larga melena rubia y lacia que le llegaba hasta la cintura. Escuchaba el sonido de los pájaros volviendo a sus nidos a través de la ventana, mientras el cielo se teñía de amarillo antes del crepúsculo. Sus ojos azules reflejaban una melancolía infinita. Había vivido en esa enorme casa de campo desde pequeña. El día que su padre las dejó en la estancia de los abuelos antes de morir. Solo a él podía contarle sus penas. Las franjas blancas y amarillas de su vestido se tornaron estrechos y firmes anillos de hierro que la aprisionaban. Como si cada uno portara un látigo la empujaron a sus oscuros recuerdos dificultando la respiración. Con una precisión inusitada volvió a vivir aquellos días y los voraces monstruos de las leyendas griegas se presentaron inmediatamente. Manos calientes, sonidos horrorosos, gritos y susurros, volvieron a su memoria. —Papá, ¿por qué le permitiste hacerme todo eso? —No teníamos dónde vivir, mi amor. Siempre fuiste la preferida de tu abuelo y nunca imaginé que sufrirías tanto. Esas cosas suelen suceder en el campo. Sabes que yo fui forzado a irme. Se desplomó en el sillón de su cuarto abatida por sus propios pensamientos. La habitación estaba plagada de adornos y exagerados detalles de decoración. Nunca la hizo propia. Su entera vida sintió que estaba de paso. Mientras revolvía el café con la pequeña cuchara de plata recordaba. Al cumplir los quince la vistieron de blanco con puntillas y lazos; rizaron su cabello y la maquillaron para la presentación en sociedad. Todo el pueblo estaba invitado a la fiesta rebosante de manjares, bebidas y hasta una orquesta. Bailó el vals con el abuelo, el patriarca a quien todos temían. —Papá, yo quería bailar con vos. —Lo se mi niña. Eloísa le presentó a Ramón, de Las Caléndulas. Su primer encuentro con un varón y bailaron largo rato. Él se presentó con aires de conquistador. Cuando llegaron a un rincón apartado, sin mediar palabra, intentó besarla en la boca. Julieta sorprendida se echó hacia atrás y salió corriendo. Sus horribles experiencias le hacían desconfiar de los hombres, a tal punto, que a pesar de vivir en el campo, nunca había tenido un amigo varón. Prefería cabalgar sola por la vasta pradera y pasar el día junto al río envuelta en sus pensamientos, añorando compañía de su padre. Un día llegó Juan Batista de visita, un primo de lejos alegre y dicharachero, la conquistó con la primera sonrisa. Las historias de familia, desconocidas para ella, alimentaban su curiosidad. Un nuevo mundo se abrió para Julieta y sin darse cuenta empezó a compartirlo con Juan. El calor del amor incendiaba su cuerpo por ese sentimiento de deseo incapaz de dominar que la embriagaba y la llevaron al extremo de la pasión. Pasó el verano en escondites y rincones, para no alertar a la familia con ese amor prohibido. —Entre parientes, no— decía siempre su abuela. —¡Es pecado! Pero todos sabían lo del abuelo. ¡Hipócritas! La rígida educación recibida por su despechada abuela Clotilde, bloquearon las confidencias, dudas y charlas íntimas entre las mujeres de la casa. El aislamiento en medio del campo la hacían ignorante y presa fácil. Juan, con experiencia de hombre de ciudad diez años mayor, no tuvo dificultades en lograr su cometido, a pesar de las desafiantes miradas del abuelo. Había ido al campo para “tomarse un tiempo” con su pareja después de una pelea por haberle sido infiel. No era la primera vez. Clotilde lo sabía, pero no lo mencionó. La estancia de Juan se prolongó más allá del verano. July seguía con su ensoñación lunática de adolescente sin darse cuenta que era parte de un triángulo. Juan se marchó sin avisar, sin despedirse, sin hacerse cargo de la niña que dejaba embarazada. Julieta, en un arrebato fantasioso, pensó en seguirlo. Pero, ¿a dónde? No se le conocía paradero y nadie se lo confiaría. Las palabras de amor resonaban como latigazos en su mente perturbada. La rabia brutal del abandono la llenaron de culpa. Las lágrimas contenidas, para no ser juzgada. No podía permitir que su hijo no tuviera padre. Su abuelo la castigaría y ensañaría aún más con ella. Entregarían el niño a las monjas. Una mañana de otoño se internó con las brumas del amanecer en el río hasta que un remolino la inundó en las profundidades para reencontrarse con su padre y nunca más volver.


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