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La otra cara e la monda - Ocitore



Pierre era un joven muy comunicativo. Espigado y con buen porte. Guapo, según decía toda la gente, pero en realidad, lo que llamaban belleza, era en realidad, carisma. Transmitía sin dificultad el buen humor y aprovechaba cualquier ocasión para presumir de su hermoso reloj con carátula opaca. Se pavoneaba con sus amigos y era admirado por su ingenio. Todo por el viejo artefacto. “Estuvo en la segunda guerra y fue lo único que conservó. Todo lo perdió en la batalla: su brazo, sus pertenencias y a su esposa”. Lo oían con admiración y toleraban sus bromas y comentarios. Pierre aprovechaba cada oportunidad para levantarse la manga y mostrar su tesoro. “¿Qué hora es, por favor? —preguntaba cogiéndoles desprevenidos—. Pero que distraído soy—agregaba sonriendo—, si aquí está el reloj del abuelo”. No había momento del día en que no mostrara el objeto de su orgullo. Sus amigos se habían acostumbrado y para mantener una relación cordial y sincera lo provocaban para que hiciera de las suyas.


Pierre—le decían—, tengo que estar a las seis en la estación, o ¿me das la hora? ¿qué hora es, voy retrasadísimo? ¿Cuánto falta para el mediodía? ¿Alguien me puede dar la hora, por amor de dios? Todo ese juego era una diversión muy apreciada y Pierre siempre estaba rodeado de amigos, conocidos o incautos que deseaban ver su cacharro. Su popularidad atraía a las chicas como moscas, pero él, sólo tenía ojos para Clare. Ella era distinta, nunca le comentaba nada que le diera oportunidad de decir en qué fase del día estaban. A él le encantaba ese juego de estrategias en el que siempre era derrotado. Un día se desesperó y cogió a su amiga por la cintura y la miró fijamente: “Si no me preguntas la hora, te beso”. Ella permaneció impávida con los ojos retadores y los labios tiesos. La besó y su percepción de la vida cambió. Ya no le pareció importante mostrar su puntualidad o la exactitud en el cumplimiento de las tareas. Lo peor vino cuando quedó de ver a Clare en la biblioteca.


Llegó sin prisa, se sentó a su lado, le pasó el brazo por la espalda y le clavó los ojos. Ella no se movió un milímetro. Luego, abrió una carpeta en la que había unos periódicos. Pierre no entendió lo que ella le insinuaba con la mirada. “¿Es ese tu abuelo?”. Allí estaba la noticia: El jefe de policía Monsieur Albert La Fontaine colaboró con miembros de la SS durante la ocupación alemana. Premiaron sus servicios con un reloj suizo que perteneció a uno de los más importantes empresarios judíos de Polonia.


De pronto, las cosas cambiaron de color. Su cuerpo se entumeció y una ola de fuego lo convirtió en ceniza por dentro. Su mirada se entristeció y se le evaporaron las lágrimas. Clare lo miró, trató de convencerlo para que se olvidara de la noticia, pero para él eso había sido un hierro caliente. ¿Cuánto tiempo se había afanado por hacer de ese reloj lo más importante de su vida? Sabía que tenía que esconderlo para siempre, pero si lo declaraba perdido, seguro que todos pondrían el mundo de cabeza para encontrarlo, tampoco quiso decir que se le había estropeado y que lo estaban reparando en una relojería. Se lo quitó y lo dejó en la gaveta de su escritorio. No tardaron en notarlo sus amigos. El primero en preguntar fue André. “Viejo, ¿dónde está tu hermoso reloj?”. Después, le siguieron todos los demás. La curiosidad era tal que Pierre tuvo que dejar de pasear por las tardes. Ya no salía de día y por las noches cuando encontraba a alguien, se disculpaba diciendo que no estaba para conversaciones.


Con los meses se alejó de la gente y fue olvidado por todos, sin embargo, salió a relucir la noticia del diario que le había mostrado Clare. Condenaron a su familia y se vieron en la necesidad de vender su casa. Se asentaron en un pequeño pueblo al sur de París y llevaron una vida modesta. Una mañana Pierre se fue al río y tiró el reloj. Pensó que eso haría más llevadera su vida, pero no fue así porque al poco tiempo, llegó al poblado, uno de los nietos del empresario polaco para adquirir la reliquia. El mismo Pierre abrió la puerta y se enteró de que había cometido un gran error.

*




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