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La piedra -Verso Suelto- (R)

Antes tenía un pasado, ahora solo tengo un álbum de fotos. El álbum me dice “tú eres ese que monta a caballo, o este otro que se sube a un tren, o el que posa ante la catedral”; pero mi memoria lo ignora; solo se que nací de una piedra. ¿Quien eres? le pregunto al rostro amoratado que me mira distante desde el espejo. Tu estabas conmigo cuando nací, ¿te acuerdas?; me hablaste, dijiste entre lágrimas “te he visto caer, ¿te has hecho daño?...” Yo te miré extrañado y te pregunté “¿quién eres?”, entonces te diste cuenta que acababa de nacer. Nací de golpe, ¿porqué se dirá así? Un segundo antes no existía y de repente, de golpe, estaba allí. En medio apenas el instante que separa el ser del no ser. En medio solo la piedra en mitad del camino, en la cúspide, en ese punto que separa la ida de la vuelta. Allí estaba la piedra, el principio de la cuesta abajo. Mucho más que la sangre, más que el polvo y la suciedad que cubrían mi cuerpo, lo que recuerdo por encima del dolor son esas palabras que pronunciaste llorando, “te he visto caer, ¿te has hecho daño?...”. Me sentí desnudo frente a esas palabras, tirado en el suelo como un fardo, abrazado a la piedra que me incubaba desde que la madre tierra la puso allí para esperarme, porque ese era su destino. ¿Quien eres? te pregunto. Y tú me respondes “soy tu mujer”, y me enseñas una foto del álbum en la que estamos cogidos de la mano, sonrientes. “Pero yo no sé sonreír” te digo, y tú me acaricias la cara y me enseñas otra foto de un niño con pantalón corto y la mano extendida hacia un elefante. “Eres tú”, me dices, “le das cacahuetes al viejo Dumbo del zoológico de El Retiro”. Me lo has contado mil veces; aquel día íbamos los dos de excursión, disfrutando del aire del campo, felices de disponer de todo el tiempo del mundo. La última foto del álbum la tomé yo poco antes de golpearme con la piedra; se te ve feliz con tu mochila roja y la melena alborotada por el viento, en lo alto de la montaña a la que habíamos llegado tras una penosa ascensión, una especie de meseta de la que emerge un montículo de bloques de granito. Al ver la foto reviví el placer de pisar en lo más alto y sentirme ingrávido y rodeado de cielo. Justo después fue la caída, nada más comenzar el descenso hacia el valle, al caminar relajado, con la mirada perdida en el horizonte: de golpe, de improviso, sin esperarlo ni presentirlo. Un instante antes, blanco; un instante después, negro; en medio solo un paso indeciso, una bota que tropieza, un cuerpo que cae siguiendo la inercia de la marcha, hasta que lo frena una piedra contra la que se estampa y todo dentro de la cabeza se llena de corcho, de aguijones que penetran en el cerebro, de un ruido sordo, de desconcierto… Así nací yo, a los cuarenta y tres años, el hijo de la piedra. Poco después llegó tu abrazo entre lágrimas; y tus palabras “te he visto caer, ¿te has hecho daño?...”; y el bautismo con el agua de la cantimplora, con la que me mojaste la frente dolorida por el golpe. Nací de la piedra, en la tierra que me espera, y esa simple piedra y tus palabras me hablaron más claro que todos los filósofos o que todos los monjes o que todos los médicos, “has caído y volverás a caer, una y otra vez, hasta que no te levantes nunca más”. Porque nunca antes había visto la vida cuesta abajo. Tras el golpe, me quedé sin fuerzas. No había nadie así que empezamos a deshacer el camino andado. Yo rodeándote con mi brazo como un yugo, el yugo al que, pensé luego, cuando me contaste quien era yo, te acababa de uncir la maldita piedra. Recuerdo que dije, ”morirse debe ser algo así”, y lo dije porque comprendí que la muerte no es un momento, sino todo lo que ocurre desde que la ves venir, desde que encuentras la piedra que te muestra el camino. Y pensé que la sensación de morir sería la misma en ese instante que en el del último aliento. Desde entonces no hago más que preguntarme quienes somos tu y yo y no encuentro respuesta. Solo sé que estás conmigo.

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