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La princesa reflejada- Carlos Alma


Cuando retiraron el lazo y la cubierta de seda cayó, la princesa Carlota quedó maravillada por lo que vio: no había en todo el reino un espejo más grande y más pulido en el que mirarse. Con casi quince años era la más feliz del mundo y eso se notaba en su reflejo. Su madre, la reina, había ordenado a la servidumbre que el palacio estuviera deslumbrante para la celebración del cumpleaños y Carlota eligió bonitos vestidos para sus damas de compañía. Este alegre grupo de jovencitas bailó toda la fiesta al ritmo que marcaba la banda palaciega: el flautista, el cantante y el pequeño Alexei, el excelente bailarín con el que a menudo Carlota ensayaba piruetas.


Ya en su alcoba, la princesa se divirtió haciendo el ganso frente al espejo, mientras la doncella, a duras penas, desataba las cintas del corpiño, Carlota divertida, se desplomó fingiendo un vahído. Al ver la cara de susto de su doncella no pudo evitar un ataque de risa y hacerse pis en las enaguas. Exhausta, pero sonriente, se sentó satisfecha delante del espejo. Pero su reflejo no sonreía.


—¡Elvira ven!, mira, ¿qué ves?


Elvira dejó el paño con el que secaba el suelo y se acercó.


—Una princesa muy guapa que necesita descansar tras un día ajetreado.

—No ves nada raro.

—No mi princesa, aparte de una vieja doncella cansada a su lado.

—Gracias Elvira, puedes retirarte. —Y así se quedó la princesa dormida frente al espejo.


Música, bailes, el espejo, el reflejo... con una sacudida Carlota se despertó y bajo el sol matutino que entraba por la ventana observó su imagen reflejada: de sus mejillas había desaparecido el rubor lozano que tantos elogios le habían ganado.


Con el fin de animarse decidió mirar detalladamente los regalos que había recibido. Junto al autómata y los instrumentos musicales brillaba la seda de un vestido que parecía salido de las porcelanas orientales del salón de té. Se lo puso sin pedir ayuda y marcó unos pasos de baile para comprobar la soltura de las sisas. Desde el espejo la miraban con desaprobación. Se lo quitó, lo tiró a un lado y decidió proseguir con el día, olvidándose del estúpido vestido.


El autómata fue un éxito entre las damas de compañía y la princesa observaba sus mejillas sonrosadas cuando susurraban al oído o reían abrazadas por alguna ocurrencia de las más avispadas. Cuanto más se abanicaba más sudaba y sintiendo que, ahora de veras, se iba a desmayar, salió corriendo hacia su alcoba. Las damas, sorprendidas, la siguieron, en parte preocupadas por la reacción tan repentina y, en parte, emocionadas por la oportunidad de montar escándalo por los pasillos.


—¡Dejádme en paz! —Y De un portazo las dejó fuera.


Casi nadie vio a la princesa en los días posteriores. Solo Elvira la asistía frente al espejo, tapando y disimulando cualquier nueva imperfección que la chica del reflejo hubiera anunciado. «¡Tu nariz es demasiado chata! ¡Eres muy baja, eres muy flaca! ¡Cúbrete saco de huesos!» Pocas veces ensayó con los chicos de la banda, y en estas ocasiones se cubría con velos y mantones haciéndoles tropezar y perder el equilibrio.


Su madre, la reina, ocupada con tareas del gobierno, pasaba más tiempo con sus ministros que con su propia hija, por eso la doncella, temerosa de parecer entrometida, convenció a Alexei para que fuera él quien transmitiera la penosa situación. Hablar directamente a la reina, no era algo que un bailarín de la corte debiera hacer así que pidió ayuda a sus compañeros. Esa noche en el salón, la reina escuchó esta canción:


La princesa ya no está alegre,

la princesa no juega.

Ya solo a su imagen se debe,

su reflejo la ciega.


Por la mañana, la Reina se dirigió a la alcoba de su hija y oyó su llanto desconsolado.


—¡Mamá, soy tan fea!

—¿Quién lo dice, mi princesa? —preguntó la reina quitándole con un pañuelo el maquillaje.

—El espejo me lo dice cada mañana... —respondió sollozando.


—Ven aquí, sal conmigo a la terraza, quiero mostrarte algo. —Más allá del frondoso jardín se veían pueblos, ciudades, campos de cultivo y pastos para el ganado.— Un día todo esto será tuyo. ¿De qué te sirve la belleza si no sabes gobernarlo? Yo necesito una heredera con valores, justa con sus súbditos y diplomática con sus iguales. ¿Eres tú pues, mi niña, mi digna heredera?

*




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