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LA PRUEBA FINAL - Isan- (R)


De ningún modo pensaba entregar la cuchara. Iría hasta el final aunque reventara. El puesto tenía que ser mío. Lo necesitaba. Lo amaba antes de tenerlo. Era la herencia espiritual de mi padre y mi abuelo. Mi abuelo desempeñó el puesto durante cincuenta años. Hizo lo imposible por conseguir que su hijo siguiera sus pasos. Mi padre era un dechado de fortaleza. Tanto como indisciplinado. Pasó las pruebas con solvencia y entró a regañadientes. Enseguida le cogió gusto y trabajó hasta el accidente que lo incapacitó. Por este motivo, le prometí que me presentaría a las pruebas de aptitud para ingresar en el Cuerpo del Guarderío Forestal. A mí me hubiera gustado algo más tranquilo. Una oficina sería bastante. Sin esfuerzo físico; caliente en invierno y aire acondicionado en verano; horario fijo; a media mañana un café y, si se diera esa suerte, alguna compañera que me hiciera tilín. No tardé en entusiasmarme y cambiar la idea de la vida sedentaria por naturaleza y libertad; frio, calor o lluvia cuando tocara, y largos horarios sin mirar al reloj disfrutando del trabajo. Eso me trasmitieron mi abuelo y mi padre. No les podía fallar. Me preparé a conciencia. Pasé con holgura exámenes de aptitud psicológica, infinidad de test sobre legislación, mecánica, flora y fauna, lenguaje y geografía e historia. Superé pruebas de resistencia física, habilidad, orientación y reconocimientos médicos exhaustivos. Una entrevista personal donde me machacaron a placer hizo que mi evaluación global bajara al límite. Alguien de arriba con mala conciencia en el accidente de mi padre no tenía ningún deseo de que yo resultada ganador.

Solo quedaba la última prueba. No sabíamos en qué consistiría. Una mezcla de habilidad, astucia, perspicacia mental, visión espacial, velocidad y conocimiento matemático, dijeron. Todo muy ambiguo e interpretativo para poder planificarla. La puntuación se obtendría en orden de quien más se acercara a una cifra por descubrir y atendiendo, además, a los mejores tiempos. Yo arrastraba la peor nota de los diez finalistas gracias a la mano negra, así que necesitaba ganar. Cobraría suficientes puntos para hacerlo siempre que el primero de la promoción quedara entre los tres últimos. Llevaba cinco días sin parar de llover y no tenía pinta de dejar en todo el día. Nos llevaron a una pista de pruebas americana anegada de barro. Después de superar los obstáculos debíamos elegir, en riguroso orden de llegada, dos utensilios manuales entre los puestos a disposición y valernos de ellos para calcular la altura de una enorme cucaña clavada al final del circuito. Salí veloz. En el tercer obstáculo iba en cabeza hasta que se me echó encima mi más directo rival, el protegido del Presidente del Jurado, quien, en un favoritismo descarado, no sancionó la irregularidad. Perdí una zapatilla y un tiempo vital que me hizo llegar el último a la mesa. Fueron desapareciendo ante mis ojos: metro de carpintero, flexómetro, porta ángulos, escalímetro, cartabón, sextante, crampones, brújula y otros objetos que ni siquiera vi. Me quedé paralizado y abatido con lo que quedaba: una escoba y una sierra. Y una cara de tonto que llegaba hasta el suelo. Mi directo rival había iniciado la escalada al poste ayudado de los crampones con el flexómetro en ristre. El resto deambulaba afanoso, un tanto perdido, haciendo más conjeturas que cálculos. A la desesperada hice un amago de serrar el madero. Estando en el suelo podría calcular la medida con mis pasos. Antes de la segunda pasada de sierra me penalizaron quitándome la herramienta. El semáforo, inexorable, había pasado de verde a amarillo. En tres minutos cambiaría a rojo y estaría todo perdido. En una reacción de cólera e impotencia rompí la escoba en dos y la arrojé contra el suelo. La imagen del palo clavado en el barro fue como una revelación. Recuperé los dos trozos y con la rabia de quien se siente injustamente tratado igualé su tamaño con los dientes. Formé un ángulo recto que uní con el alambre de la escoba. Me alejé a la distancia adecuada donde mi vista siguiera la línea imaginaria que unía las dos puntas del triángulo formado con la copa del madero. La altura de este sería la misma que el espacio entre donde me encontraba y la base. Pura geometría. Conté los pasos hasta el mástil. Conocía bien el largor de mi zancada.

Mientras mi rival en lo alto del tronco hacía esfuerzos por destrabar un crampón, yo comunicaba al Jurado del número mágico que me abría la puerta a la ansiada plaza.


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