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La Santa Compaña (España) - Menta- (R)


Salí del coche con dificultad, la enorme barriga de ocho meses me impedía ser tan ágil como antes. Al poner los pies en el suelo sentí algo extraño que se deslizaba por mis muslos. Por un acto reflejo crucé las piernas y las miré. Tenía varios regueros de sangre. Me asusté. Debía ir con urgencia al Hospital.

Pensé extrañada: «Qué raro, hace unos minutos, cuando hemos entrado en el garaje, hacía una tarde soleada y radiante. Y ahora se ha metido esta espesa niebla que no nos deja ver la calzada. Se ha hecho de noche de repente. La temperatura ha bajado por lo menos diez grados». No comenté estas sensaciones a Juan, solo quería llegar cuanto antes.

Respiré profundamente ¿se estaba quemando algo? Miré alrededor, pero no supe adivinar de donde provenía aquel fuerte olor a cera quemada.

Al poco tiempo de incorporamos a la autopista se produjo un silencio fantasmal. Siempre circulaban muchos coches y había atascos. Pero, aquel día no y me sorprendió.

A menos de un kilómetro de casa, a la izquierda, vi un muro alto encalado en blanco, y tras él, las siluetas inconfundibles de varios cipreses y varias cruces de piedra. La carretera se dividía en dos y entre los carriles de ida y los de vuelta, justo en medio, había un cementerio.

—Juan, ¿has visto? Nunca me había fijado en ese cementerio.

—¿Qué cementerio? —contestó Juan—.

La temperatura dentro del coche había disminuido todavía más. Desasosegada, pensé: «No es de buen agüero ver un cementerio fantasma». Me acaricié la tripa. Tenía miedo.

Entonces mi marido pegó un frenazo, y tras unos metros derrapando nos quedamos parados a pocos centímetros del coche que circulaba delante de nosotros.

—Pero, ¿qué ha pasado? ¿Por qué han parado esos coches? —Exclamó asustado Juan.

Miré a la derecha. Estábamos frente al pinar. Primero oí el tañer de una campana. «Será la de la capilla del cementerio», pensé. A continuación, vi una procesión de encapuchados vestidos de negro que se dirigían hacia el edificio de la Misericordia, la Residencia de Ancianos del pueblo. Caminaban muy cerca de la carretera. Eran unas veinte personas e iban en dos filas. Algunas portaban antorchas, otras llevaban cirios, y unas cuantas, huesos largos que brillaban en la oscuridad de la noche. A todos ellos las luces les alumbraban el rostro.

Encabezaba la comitiva un encapuchado con traje talar y pelo bermejo que llevaba en una mano una cruz y en la otra un caldero con agua. La procesión siguió avanzando y nos alcanzó; entonces vi que llevaban varios féretros. Dos de aquellos espectros se acercaron hasta mi ventanilla y me enseñaron un féretro de pequeño tamaño de color blanco. Lo inclinaron y pude ver tallada en la tapa una gran interrogación. Me señalaron con un dedo descarnado. Echaron una bocanada de vaho al cristal despectivamente y se juntaron con los otros. Observé que caminaban sin apoyar los pies en el suelo.

—¡Dios mío! ¡La Santa Compaña! ¡Las almas de los difuntos! —Exclamé y me santigüé...

—¡Qué tonterías dices!

Noté en la pierna la mano de Juan que me acariciaba y me pedía que me tranquilizara. Él no creía en los espíritus.

No debía mirarlos. Había oído decir que, si fijas tu mirada en ellos, te atrapaban y todas las noches te obligaban a acompañarlos llevando una cruz o un caldero. Solo te salvas cuando entregas estos objetos a una persona viva. Agarré las asas del bolso con fuerza para que no me obligaran a mantener en las manos un cirio, porque recordaba que si esto me ocurría les tendría que seguir hasta la eternidad.

Entonces recé, primero en voz baja y después a media voz. Pensaba en el crucero de Hío, imaginaba sus figuras santas y les pedía que nos protegieran.

Juan me dijo:

—No te preocupes, todo irá bien.

Cuando llegamos al hospital el médico me tranquilizó. El niño estaba perfectamente. Me pusieron una serie de medicamentos en vena y aquella noche me quedé allí en observación.

Al día siguiente me levanté torpemente y fuimos a la capilla. Le pedí al sacerdote que me bautizara otra vez. Le conté la visión de la noche anterior y que en mi aldea decían que quienes podían ver a los muertos era porque el sacerdote se había confundido y les había bautizado con óleos funerarios en lugar de óleos bautismales.

—¡Eso no es verdad! —exclamó, Juan.

Pero el párroco, que sabía de estas cosas, no dijo nada, y me bautizó otra vez.




Nota del Editor:

"La compaña es la reunión de almas del Purgatorio para un fin determinado. A las doce de la noche se levantan los difuntos, salen en procesión por la puerta principal, una persona viva va delante con la cruz y el caldero de agua bendita, y no puede, bajo ningún pretexto, volver la cabeza. Cada difunto lleva una luz que no se ve, pero se percibe claramente el olor de la cera que arde. La comitiva tampoco se ve, pero se percibe el airecillo que produce su paso. El desgraciado director solo puede dispensarse de tan tétrico cometido encontrando a otra persona y entregándole la cruz y el caldero, antes de que haga un círculo en la tierra, con lo cual queda libre de dirigir la compaña." Texto de Xesús Rodríguez López, Supersticiones de Galicia (1895)


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