LE ENFANT
Revolviendo las cajas que uno suele atesorar como capsulas de tiempo, es que llegaron a mis manos fotos de cuando era niño y cursaba el grado en el cual tuve mi primer y último contacto con el idioma francés. Mademoiselle Lagarch, era la profesora que dictaba la tortuosa materia en mi aula y tenía la mala costumbre de ordenarme llamar a mi madre, reiteradas veces a lo largo del año, con la clara intensión de humillarme, diciéndole: - Le enfant, no estudia. Le enfant, no memoriza. Le enfant. Le enfant, no se esfuerza en pronunciar. Le enfant, le enfant,le enfant… - Repetía la repugnante anciana. A lo que mi madre a duras penas respondía, bajando la cabeza y prometiendo que se encargaría de hacerme poner atención y esmero en sus clases. No había cosa que me enfureciera más que la actitud de mi madre, totalmente incapaz de defenderme del ataque de esa mujer. Cada vez que llegábamos a casa, después de tan injustas y mordaces reprimendas, solía enfrentar a mi madre, regañándole: - ¡Madre, ni siquiera me has defendido¡ ¿Con que derecho permites que esa mujer diga esas cosas de mi? ¿Cómo es que no reaccionas al ver que a tu hijo lo comparan con una bestia del tamaño de un elefante?¿Cuantos insultos mas tendré que soportar sin que reacciones? Las palabras agresivas de la profesora se me iban clavando como picaduras de abejas en mi alma, cada palabra de ella era un aguijón, que se adentraba en mi autoestima inyectándome su virulento veneno. Por mucho empeño que mi madre pusiera en tratar de minimizar palabras tan lascivas, por más que las pretendiera suplantar por otras, ya el veneno de tamaña ponzoña se había instalado en mí ser. Fue la primera vez que llegue a sentir odio por alguien, su aspecto, sus “ges” gangosas, cargadas de inmunda saliva fétida, me daban nauseas de solo recordarlas, nunca me interesé por comprender una sola palabra que fluyera de esa oquedad marchita, arrugada e hiriente. Como era su costumbre, volvió a citar en reiteradas ocasiones a mi madre, para exaltar mi desinteresada actitud respecto a su gutural lenguaje. - Le garçon, no solo no me escucha, ni siquiera me mira. – Le llego a decir la senil arpía a mi madre, la última vez que acudió a su cita. Ojala para su bien se hubiera tragado sus ruines palabras. Al decirle a mi madre que no la miraba por cagón, superó ampliamente toda la maldad que yo esperaba de ella. Se aproximaba el fin de curso, los días eran cada vez mas cálidos, en uno de los recreos me quede a solas con ella, en el aula, mientras yo ordenaba mis carpetas, la profesora se apantallaba frenéticamente en su escritorio un tanto demacrada. Recuerdo sus suplicas, cuando se precipitó de repente al piso, entre convulsiones, detrás del escritorio. Aún hoy, oigo su pedido lastimero. Su fatigosos ruegos, entre cardiacos ronquidos… - Le enfant, le enfant, atteint mon sac. Le enfant por favor, acércame mi bolso. Mis remedios… -Me susurraba la decrepita anciana agonizante. Me acerque a ella, para contemplar cómo sus ojos se le llenaban de sangre y una tonalidad violácea se expandía por su rostro. Fue lo más parecido a la felicidad, el observar cómo se asfixiaba entre sonidos guturales y babas. Fue una de sus mejores clases, ya que nunca había visto morir a nadie y de hecho le presté toda la atención posible. Por el solo hecho de no querer que moleste a mi madre nuevamente, desde el más allá. Ella jamás pudo recordar mi nombre a la hora de citarme, quizás por su edad, quizás lo evitaba deliberadamente, para que aprendiera a dialogar correctamente en francés; así como yo nunca logre arrancar de mi memoria, las imágenes que hoy les narro. Donde un niño muy cruel, le alejaba el bolso a una mujer moribunda y suplicante, mientras le enseñaba lo grande que podrían ser las cagadas que suelen mandarse los elefantes cuando están furiosos.